miércoles, febrero 21, 2007

 

Dark Remains: la ley del abuso

¿Cuál es el equilibrio correcto entre el mostrar y el incitar en una película de terror? La respuesta a esta pregunta puede marcar el éxito o fracaso de cualquier película de género. Es evidente que no existe una respuesta categórica al margen de la propia esencia de la historia. No podemos tratar la visibilidad de la misma forma en La noche de los muertos vivientes que en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), pues el propio valor de la imagen en ambas es radicalmente distinto. Cabe entonces preguntarse por el valor último de la imagen dentro del cine de terror. ¿Qué papel ejerce ante la mirada del espectador? Tengamos en cuenta que incluso a veces (pocas, pero os aseguro que pasa), el espectador se muestra reacio a ser partícipe visual de las imágenes. La imagen debe suponer un reclamo pero a su vez también un peligro para quien las observa. Por tanto, podemos encontrar dos estrategias en función a la lectura contextual de dichas imágenes: las imágenes que aisladas no producen un rechazo inmediato y las que sí lo producen. Dentro de las segundas encontramos innumerables ejemplos dentro del cine gore, como cualquier obra de Lucio Fulci (me viene a la cabeza la hipersangrante Nueva York bajo el terror de los zombis), Aftermath (Nacho Cerdà, 1994) o Nekromantik (Jörg Buttgereit, 1987). En estas aproximaciones, la imagen se puede disociar del mundo narrativo a la hora de (re)producir sus efectos en el espectador. La lógica de dichas películas vendría a seguir muy de cerca unos mecanismos similares a los que emplea el cine pornográfico. De hecho, este tipo de uso de la visibilidad, conduce irremediablemente (de la misma forma que ha pasado con las escenas de sexo real) a dos finales: bien la película que festeja el consumo o bien su adopción en el cine convencional. Cabe significar que este es un camino que transita con anterioridad la imagen sexual, pero que en el cine, el paso de la imagen truculenta ha sido más firme y a partir de un cierto momento, incluso más veloz. La imagen inquietante en los últimos años ha abierto parte del camino a la imagen sexual. Por un lado tendríamos el gore extremo (antes comentado) que acaba en el mismo callejón sin salida que algunas películas pornográfica: se desprende al producto de cualquier traba narrativa y se impone una exhibición del material por capítulos o escenas. Este tipo de estrategia ha encontrado su lugar idóneo en internet, donde el consumo de escenas sueltas, desprovistas de cualquier tipo de significado y contexto, suponen el tipo de lectura más extrema. Por otro lado tenemos la adopción de estos mecanismos visuales por el cine convencional, como puede suceder con las impactantes imágenes del desembarco en Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) o los explícitos encuentros sexuales de 9 songs (Michael Winterbottom, 2004). Por tanto, vemos que la imagen de lectura más probablemente aislada ha sido absorbida por otros formatos, e incluso superada en cuanto hablamos de la imagen extremadamente truculenta (sólo cabe recordar los vídeos de degollamientos de Irak o la reciente ejecución de Saddam Hussein). El cine de terror se encuentra con la necesidad de retomar esa imagen que requiere de la contextualización para explotar sus límites. La imagen ya no es tanto una barrera, un misterio en sí misma. Ya se han desvelado muchos de sus misterios, como hemos comentado. El espectador ya no acude al cine a descubrir esas imágenes que la visibilidad le oculta. Precisamente es lo contrario, el cine se convierte en una huida de esa hipervisibilidad. La imagen vuelve a insinuar y a plantear juegos de (re)lectura, donde el impacto viene por otras vías. El ojo deja de ser el gran dictador del cine de terror, puesto que el ojo ya está educado para superarlo. Por tanto, la imagen ataca otros instintos e inquietudes. Es el momento de los fantasmas. Y en ese contexto aparece una película modesta como es Dark Remains (Brian Avenet-Bradley, 2005) que no pretende más que retomar la narrativa gótica, pero con la clave de lectura visual del fantasma de The Ring (Hideo Nakata, 1998). Se producen entonces dos niveles de profundidad en la imagen, en relación a las capas de realidad con las que juega la narración. De la misma forma que The Ring, Dark Remains plantea la inquietud a través no sólo de la imagen sino también de la situación. El hecho de la aparición en sí debe reforzarse por un momento y un lugar concretos. La imagen por sí sola vale menos, está devaluada. Pero lo que en The Ring era valorable, en Dark Remains es todo lo contrario. El cine de terror actual debe volver al enfoque de la narración alrededor de una hoguera. Está clara la estrategia a seguir, pero difieren en este caso de cómo se lleva a cabo dicha estrategia. El elemento narrativo gana enteros frente al visual, pero, ¿qué pasa cuando no tenemos un valor narrativo fuerte? Precisamente que se nos desimanta la estrategia al tener que forzar la visibilidad. Y este es el caso (y la demostración) de Dark Remains. La constante presencia de la imagen tétrica nos la hace cercana e imposibilita cualquier tipo de valor narrativo. Este nuevo de propuestas deben ser conscientes de la debilidad de la imagen ante el espectador y se verán con la necesidad de atacarlo a través de la narración, o bien, de elementos ligados a la puesta en escena (como la localización, el vestuario, etc.). La imagen se nos debilita poco a poco y no tenemos más remedio que reforzar los ingredientes de la receta. Si no, tendremos un empacho de imágenes y una buena ración de bicarbonato.


jueves, febrero 01, 2007

 

Saw: el terror como espejo


A la hora de establecer unas lecturas que relacionen las películas con la sociedad que las produce, los géneros establecen unas normas de lectura muy sencillas y directas. Cuando rastreamos la historia de un género concreto siempre encontramos películas tótem o fetiche que sirven para hablar de una década, de un contexto, de un tipo de consumo o incluso de una revuelta social. El género parte con la ventaja de sostenerse con una serie de mecanismos que pueden ser aislados y analizados en función al uso que de ellos se realizan. Y, cómo no, el género del terror también ha servido para realizar este tipo de análisis. Siempre existe el planteamiento sobre cuándo le apetece a una sociedad reírse, llorar o pasar miedo. Pero la esencia del terror viene marcada por cómo pasar miedo. La figura que de forma clásica se ha venido utilizando para remarcar este enfoque es la del otro, personificado en multitud de formas. Tenemos desde las invasiones de hormigas gigantes, argumento propio de los años cincuenta, en Them! (Gordon Douglas, 1954), la visión poliforme y consumista de los zombis de Romero en Dawn of the dead (George A. Romero, 1978) o la cruenta y desesperanzada visión de los setenta de La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). Estas películas, consideradas fetiches del género, han ido articulando las distintas formas de representar los miedos de las sociedades según su contexto. Nosotros hemos dejado atrás la mirada agridulce que suponía Scream (Wes Craven, 1996) y nos hemos adentrado en unos caminos más oscuros y serpenteantes. Hemos alcanzado la fase de Saw (James Wan, 2004). Concebida como una adaptación al cine de terror de la excepcional Se7en (David Fincher, 1995), la película traslada al género explícito una serie de valores que rodean el cine de nuestra actualidad. El otro, el villano, ha dejado de ser el Jason de Viernes 13 (Sean S. Cunningham, 1980) o el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984), un monstruo que no para de perseguirnos hasta conseguir su objetivo que no es más que matarnos. El nuevo asesino ha dejado de perseguirnos. De hecho, este nuevo asesino, no mata de forma directa. No le vemos cometer un crimen más allá de lo que supone su trampa mortal. El miedo esencial ya no radica tanto en el dolor físico, como anteriormente, sino en que somos nosotros los que debemos acreditar ese dolor como propio. El sujeto no tiene una relación directa, en forma de agresión física, con la fuente de este dolor. En Saw, vemos a personas tomar decisiones, decisiones que implican la aceptación del suicidio (como tristemente ocurrió en las Torres Gemelas). La venganza deja de ser viable en esta película, desde el momento en que estos nuevos criminales no sólo aceptan la muerte, sino que para él es algo esperado, e incluso dignificante. El nuevo asesino no evita su muerte, la busca. Las herramientas de las que dispone entonces el personaje son únicamente las intelectuales. El terreno de juego ha dejado de ser el machete, para pasar al mecanismo que mueve ese machete. El machete no se acciona, si conseguimos ser más listos que quien ha planificado ese movimiento. Esta lectura nos lleva a una visión ya dulcificada de Viernes 13, puesto que estos mecanismos son terriblemente simples. La maquinaria de Jason sería como un reproductor MP3 de 64mb, un artefacto prácticamente inútil. Vivimos rodeados de misterios tecnológicos que debemos desentrañar. El mundo ya ha dejado atrás completamente lo analógico y hemos entrado (con todas las de la ley) en lo digital. Hemos pasado de una sociedad de lo visible a una sociedad de lo invisible y lo oculto. Nos sentimos parte de un mecanismo que funciona a nuestras espaldas (o peor, ante nuestros inhabilitados ojos), y eso se refleja en nuestros miedos. Como comentábamos al principio, la visión del otro siempre ha funcionado como un motor de lecturas sociales en el cine de terror. La visión del otro implica indirectamente una visión de nosotros mismos, de nuestra reacción como sociedad ante estos peligros. Pero vivimos en la sociedad del miedo infiltrado, en la que no podemos (o es políticamente incorrecto) señalarlos con el dedo. En la sociedad que camina hacia la plenitud digital (a la que aún no hemos llegado), el otro no es más ni menos que nosotros mismos. La mirada ha pasado del cine/señal al cine/espejo. Películas como El maquinista (Brad Anderson, 2004), Carretera perdida (David Lynch, 1997), Alta tensión (Alexandre Aja, 2003) o Funny Games (Michael Haneke, 1997) ya anticipan de alguna manera este movimiento absorbido plenamente por el género. El asesino que nos persigue con un machete ya no es real, como sucede en Alta tensión. Tras correr exhaustos varios kilómetros, miramos atrás y ya no hay nadie. Jason, Freddy o Cara de Cuero, han desaparecido. Ahora son de los nuestros. Como sucede con la mirada simpática que llega a producir el asesino de menores Theodore Bagwell en Prison Break. Ellos ya son de los nuestros. Miramos atrás y sólo vemos una pantalla de televisión con una extraña careta mirándonos. Sus palabras retumban en nuestra cabeza. La careta es nuestra caricatura como espectadores y la pantalla se convierte en un espejo.


lunes, enero 29, 2007

 

Creep: el regreso del misterio


Como hemos comentado en otras ocasiones, el cine de terror (extendiéndolo al cine en general) es una experiencia y una previa de esa experiencia. Cuando nos sumergimos en el universo narrativo que nos plantean, de alguna manera, ya hemos realizado algún esfuerzo previo para saber si vamos a caer sobre cemento o sobre un mullido colchón. Como en pocos géneros, el terror debe ser una invitación al enigma. Cuanto más (y mejor) se activen los resortes del imaginario colectivo, con mayor rapidez conectará la película con el espectador. Y no hay nada como activar referencias góticas para despertar esa curiosidad. La película se dimensiona y se dirige en un mar de posibilidades, dejando al (pre)espectador, sumido en una bendita ignorancia. Porque como se suele decir, cuanto más alto se suba, más alta será la caída. Es decir, para generar un ambiente favorable, la película de terror debe subir el listón, bien a través de osadas sinopsis, o bien con prometedoras carátulas. Hace bastante tiempo que la carátula en el cine de terror dejó de ser parte de esa promesa (no declarada), así que el énfasis se va poniendo cada vez más en la sinopsis. Por ejemplo, cojamos la sinopsis de Creep (Christopher Smith, 2004):

Londres. Una fría medianoche invernal. Sin un solo taxi libre en el West End, Kate (Franka Potente) enfila hacia el metro. Con un puntillo de alegría etílica, espera en un banco del andén, pero acaba quedándose dormida... para despertarse y darse cuenta que todo el mundo ha desaparecido. Presa del pánico, intenta salir de la estación, pero todas las salidas están cerradas. De pronto, un tren llega a la estación y ella se monta en él algo inquieta, ya que el vagón está completamente vacío. Su alivio ante lo que parece su regreso seguro a casa se transforma en de nuevo en alarma cuando el convoy se detiene en mitad del túnel y su vagón queda a oscuras. Kate está a punto de enfrentarse a una serie de sucesos terroríficos que pondrán a prueba su resistencia y su cordura hasta el límite. Y es que Kate no está sola en aquel laberinto de húmedos corredores y recovecos oscuros. En la penumbra acecha un horror inimaginable... algo que mora en un laboratorio secreto... y que no está dispuesto a dejar escapar a Kate.

El juego con el espectador es claro, alentándole a rellenar los claroscuros de esta sinopsis en su camino hacia el cine. De hecho, espera poder experimentar esas mismas sensaciones cuando vea la película: alivio, pánico, inquietud o resistencia. Todo esto se convierte en promesas de experiencia cinematográfica, que como hemos comentado, colocan alto el listón, pero que por otra parte son necesarios para delimitar la película. Porque esta expectación está muy ligada al terror ya desde el estreno de una película como La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), donde se recompensaba a los espectadores en caso de sufrir un ataque al corazón. La cuestión es cómo se maneja esa distancia crítica, entre lo prometido y lo visionado. Podemos tener a los espectadores en un estado narcotizante (gracias a estas exposiciones previas), pero la narración debe ser el clímax.

La cuestión esencial será entonces cómo manejar la promesa y qué estados receptivos producirá en el espectador. Volvamos al metro de Londres, donde habíamos dejado a una inquieta Kate. “En la penumbra acecha un horror inimaginable... algo que mora en un laboratorio secreto... y que no está dispuesto a dejar escapar a Kate”. ¿Cómo podemos hablar de un terror inimaginable, pero a que su vez será visible? ¿Cómo manejar el terror sin que acabe fagocitándose a sí mismo, víctima del manejo de la visibilidad? Evidentemente Creep es el camino a evitar. No por el tono de la película, pues es realmente entretenida y con varios puntos de logrado suspense, mucho menos por la siempre impresionante Franka Potente; sino por este control de lo visible. Porque la forma de operar de esta generación de expectativas hacia la película, debería ser la misma con la que trabajase la propia película de terror. El terror debe ser una expectativa continua. La consumación de cualquiera de las promesas conduce inexorablemente al descubrimiento de sus mecanismos. Es evidente que podemos encontrar casos que nieguen la afirmación aterior. Sin irnos muy lejos tendríamos La noche de los muertos vivientes y La matanza de Texas. Pero debemos entender que los mecanismos de esas películas remarcan el realismo de sus propuestas. Es decir, el terror al que nos enfrenta no es algo innombrable o un horror inimaginable, es algo completamente real. El choque se produce entonces entre realidad y ficción. La ruptura de esa frontera dramatiza los hechos y nos lo hace cercanos (hasta el punto de llegar a El misterio de la bruja de Blair). Pero del terror que hablamos hoy está más cercano de películas como Al final de la escalera. Porque en el fondo, el terror está viviendo esta ruptura. Los monstruos se alejan de los cines y se acercan a las pantallas de TV tras el 11-S. Leatherface y Hannibal Lector quedan claramente de nuestro lado. El terror se confunde con el drama (como en la magistral Funny Games) y empieza a perder terreno. Volver al misterio se antoja necesario, cuando estamos rodeados de sangre. Y son películas como Creep, las que intentan (re)correr ese sendero. Pero el camino no ha hecho más que (volver) a empezar.


miércoles, enero 10, 2007

 

No se vayan todavía, aún hay más....


En un reciente viaje al África profunda me traje conmigo en mi maleta (sin saberlo), uno de esos mosquitos que cuando te pican te fatigas durante años. Dicho mosquito estuvo vagando por mi dormitorio hasta que finalmente logró picotear mis dulces nalgas. Desde esa fecha una placentera ola de vaguería ha sacudido mi cuerpo sin que pudiera firmar ningún artículo en meses. La buena noticia es que el mosquito ha muerto (en un empacho de sangre humana), y la mala que los efectos de dicho amodorramiento se están pasando. En breve "Make my day" volverá a vomitar jugosos artículos para bien de la comunidad científica. Y no es una amenaza (¿o sí?).

jueves, octubre 12, 2006

 

Slither: babosas, babas y una refrescante Tab


A una velocidad realmente pasmosa se trasladaban las imágenes de una curiosa película llamada Slither (James Gunn, 2006) de la revista Fangoria a nuestras carteleras. El aspecto general no dejaba dudas de la herencia del cine de los ochenta, donde la deformidad y las babas eran las reinas absolutas, herederas de del extremismo al que se había llegado tras los sesenta. El cine de monstruos (y monstruosidades), donde el amor por un excelente maquillaje era una característica ineludible, volvía a mostrarse ante mis ojos. Pero aún no era consciente de las maravillas que podía deparar esta película. Concebida desde el minuto uno como un auténtico guiño al cine de los ochenta, podemos hablar de Slither como de un guiño a un guiño, de una fórmula tremendamente posmoderna, donde el original se pierde entre capas y capas de reinvenciones. Y sin dudar, el referente más directo que viene a la cabeza tras ver Slither es la magistral El terror llama a su puerta (Fred Dekker, 1986), donde lo que se hacía era un homenaje no sólo al propio cine de terror, sino a toda una generación: la del drive-in. En este caso, los parámetros son los mismos y lo único que cambia es el momento de la adoración. Pero pese a ello, el cine de terror se nos revela como un conglomerado de influencias mutuas. Los códigos que generan la película de terror permiten reconocer las más recónditas influencias dentro de una película como Slither. La película deviene entonces como un conglomerado de influencias más allá de una unión de plagios, conformando un cuerpo único y lógico. Podemos ver claramente en esta película a Cronenberg o La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978) en un evidente destello de postmodernidad. El relato de terror, como tal, se descompone en miles de pequeños cristales, cada uno con su propia historia. Cada película de terror genera a la vez que bebe de otras películas de terror. El género se encuentra en continuo avance (aunque a veces no lo parezca) por la mutua influencia entre sus partes. Como en Slither, el cine de terror genera un gran monstruo formado por multitud de visiones diferentes. Pero Slither no es únicamente una visión del cine de terror como una gran masa informe, sino una visión sobre la propia sociedad. Como es clásico en estas películas, el simbolismo del que viene de fuera supone la imagen de quien perturba la tranquilidad de la comunidad. Porque Slither nos alerta nuevamente de los peligros de la mentalidad única, de nuevo encontrando un mensaje contrario a nuestro querido George W. Bush. Mentalidad (y mensaje) único, que encuentran en la familia el lugar perfecto en el que anidar (nunca mejor dicho). La familia es atraída por esa mentalidad única que los convierte en seres sin mente, cuya única motivación es atraer gente a su causa. Como podemos ver en la película, familia y religión (en un momento vemos un plano explícito de un cura convertido en zombie), ayudan a engrandecer el ego (y el control) del gran monstruo. Pero podemos encontrar en los personajes principales la posible salida de esta situación. Por un lado una juventud con inquietudes intelectuales, que incluso se ve atraída por la cultura foránea (algo que debemos valorar desde un prisma únicamente americano). Por otro lado tenemos al policía, donde podemos entender la necesidad de no pecar de inocentes y de mantener ciertas medidas de seguridad internas. Y en último lugar tenemos a la maestra, mostrando que la educación cumple un papel básico dentro del futuro americano. Una lectura simple, pero ágil; inocente, pero tenaz; y que ante todo nos demuestra que el cine de terror sigue siendo un instrumento válido para revelar las dobleces ocultas de nuestra sociedad. Existe una discusión antigua sobre si el cine de terror se inicia con el expresionismo alemán y películas como El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), pues para algunos la función de la película era social, y las formas eran accesorias. Pero tomar esa vertiente implica una renuncia explícita al papel que el cine de terror puede tener en nuestra sociedad. Reivindicar el expresionismo alemán como inicio del cine de terror supone reivindicar el propio género. Un género que, como una estalactita en una cueva, se ha ido moldeando con más tenacidad que el resto y en donde cada gota de agua ha contado, y mucho. Slither no es más ni menos que otra de esas gotas de agua de una inmensa estalactita dentro de una maravillosa caverna plagada de sombras que es el cine. Porque al fin y al cabo, el cine no es más que eso, el arte de las sombras.

sábado, septiembre 09, 2006

 

El regreso de los muertos vivientes: la caja de Pandora

Uno de los grandes referentes del género es, sin ninguna discusión, La noche de los muertos vivientes (Geoge A. Romero, 1968), película de constante aparición en este blog. Los muertos vivientes de Romero no fueron sólo una de las más brillantes obras del género, sino también, un éxito en taquilla. Y cuando una película de terror tiene éxito, es inmediato pensar en su continuación. Y eso es lo que hicieron los propietarios de tan lucrosa franquicia, el propio Romero y John A. Russo. Puesto que cada uno tenía su propia concepción de la serie (aunque que la tuviera Russo es altamente discutible), los derechos respecto a los “living dead” quedó en manos de Russo. De esta manera, la serie se dividió, en dos franquicias igualmente válidas y coherentes. Las películas de Romero pasaron a tener la coletilla “dead”: Dawn of the dead (1978), Day of the dead (1985), Land of the dead (2005), y la, esperemos, futura Diary of the dead (2008). Pero por otra parte, e igualmente vinculada al mismo núcleo embrionario, surge Return of the living dead (Dan O’Bannon). Más concretamente, el origen de la película es una novela de John A. Russo, quien quería dar un carácter más literario a la serie. Finalmente O’Bannon (uno de los grandes genios de la industria americana, guionista de Alien, el octavo pasajero) se encargó de llevar la novela a la pantalla, dando lugar a una entrañable y divertida visión de los zombies. La película mantiene concienzudamente la línea argumental de La noche de los muertos vivientes, aprovechando de esta forma el hecho de ser una continuación en toda regla. Pero todo parecido se acaba ahí. El delirio y la carcajada sustituyen al hermetismo y frialdad de la obra de Romero. El zombie en sí no es ya materia de miedo y sufrimiento, sino de pura hilaridad. Aunque, eso sí, O’Bannon sabe medir perfectamente esta distancia con el espectador, sin llegar en ningún momento a la parodia. El zombie, como decíamos, empieza a ser material para poder realizar una comedia negra en toda regla. ¡Y qué comedia! La desenfadada visión de los ochenta (con la impagable presencia de Linnea Quigley) contrasta enormemente con la visión que el propio Romero tuvo de su obra a finales de los setenta en la perturbadora Dawn of the dead. Dos películas que se oponen y que enfrentan sus visiones. En una extraña cabriola, una historia tiene dos hilos distintos, como si de dos mundos paralelos se tratasen. No se trata ya tanto de enfrentar la visión de Romero con la de Russo (recordemos que Russo gestó la infame versión del 30 aniversario de La noche de los muertos vivientes), sino de enfrentar una visión ordenada de lo que supone la figura del zombie, contra la anarquía absoluta que representa la franquicia “living dead”. En ese sentido podemos ver en las películas de Romero una cierta visión de autor (con temas que aluden al zombie, la sociedad de consumo, el individuo frente a esa sociedad o el control), y en cambio, la serie “living dead”, destinada a no durar más de una película, estira hasta la saciedad y el despropósito una idea brillante. Return of the living dead es una película de por sí autoconclusiva y de hecho, generar segundas y terceras partes de una saga llamada “return” ya nos da una pista de lo parcheado del asunto. El regreso de los muertos vivientes no es sólo una brillante película de un director en plena forma, sino también una auténtica caja de Pandora. Una saga que sin ningún criterio (salvo tramas paramilitares) va dando tumbos como un pollo sin cabeza. Una saga que demuestra que los rumbos de las películas no vienen marcado únicamente por un plan previo (no creo que Romero tuviera en mente hacer cinco películas sobre lo mismo), sino por una concepción fuerte y clara de la película original. Y en este sentido, La noche de los muertos vivientes deriva necesariamente en la visión de Romero. El giro buscado en “return” no es más que un peligroso quiebro del camino natural de una película. Un híbrido que supone pan para hoy y hambre para mañana, pues hipoteca claramente la concepción misma de la franquicia. Una franquicia de este nivel habría sido un clásico absoluto en caso de haber sido una película original, y no heredera de la película de Romero. Aunque en un principio no lo parezca, la filosofía de la serie se enturbia y acaba devorando a los que tratan de escapar de su tiranía. Veamos sino, las distintas continuaciones de la serie: la segunda parte buscaba destacar descaradamente el humor, convirtiéndose al final en una película lamentable; la tercera parte, a manos del prestigioso Brian Yuzna se convierte en una propuesta seria, romántica y con muy poco humor (o ninguno); y finalmente las recientes cuarta y quinta parte son grises películas sin ningún criterio claro. En el fondo, lo que podemos ver es que la serie sufría un virus desde el principio, un virus que se ha ido propagando y ha acabado con la muerte de una de las franquicias más prometedoras a mediados de los ochenta. Precisamente, ahora le ha pasado lo que la propia película promete, la franquicia ha intentado recuperarse con la cuarta y quinta parte, pero lo que únicamente ha pasado que es que las películas muertas se han levantado de sus tumbas. La serie estaba muerta desde un inicio. O’Bannon no sabía que lo que dirigía realmente era Return of the dead film. Puede que así, la serie se hubiera podido salvar. Descanse en paz.




jueves, agosto 31, 2006

 

Hostel: manejando fuego con guantes de mantequilla


Desde su estreno en el pasado festival de Sitges, la película apadrinada por el mismísmo Quentin Tarantino había despertado en mí una gran curiosidad. Su estética sucia y enfermiza me hacía recordar una readaptación brillante de lo que La matanza de Texas supuso en su momento. Además, la idea central del film no podía ser más sugerente. Un negocio basado en la tortura a cambio de dinero, era tan terriblemente postmoderno que hasta incluso nos lo podemos imaginar en cualquier antro de Tailandia. La capacidad del hombre actual de poner sus necesidades por delante de cualquier derecho es una realidad. La democracia ha pasado a ser un cúmulo de derechos en lugar de una lista de obligaciones. El hombre actual exige a la democracia la capacidad de expandir sus propios límites. Pero los límites marcados por la justicia le exigen trascender los límites territoriales, surcando el globo en la búsqueda, no del Arca Perdida, sino de esa capacidad de trasgresión. Porque en el fondo, limpiar el polvo no es más que cambiarlo de sitio. No hemos de negar que ese es un hecho que se produce especialmente gracias a la democracia, no ya solo por el turismo sexual, sino también por la pederastia, la coprofagía o una larga serie de depravaciones que existen no únicamente por estar registradas en el diccionario. El hombre demócrata se mira a sí mismo, orgulloso de haber llegado al final de un largo camino (que llamaremos progreso), pero en un espejo fabricado por el propio progreso. Un espejo que, en el fondo, nos ofrece una imagen eróticamente distorsionada de nuestra imagen en la sociedad y en el mundo. Vemos lo que queremos ver, o mejor, lo que nos gustaría ver. Y es por este motivo que, como el polvo, debemos trasladar esas otras acciones punitivas a otros sujetos. En este caso hablamos de series como Cops, donde el sujeto conflictivo es señalado y vejado socialmente, tratado como el otro. También reconoceremos programas clásicos que relataban la realidad negra de la sociedad. El conflicto sigue presente (negarlo sería un estado totalitario como el de 1984), pero aislado a unos sujetos que tienen que delinquir. Por ese motivo, las palabras anteriormente mencionadas iban ligadas a estos sujetos. Pero la postmodernidad y el cine revelan que las barreras no son tan gruesas como pensábamos. Ese sujeto (que podría ser el mismo Freddy Krueger) se nos va acercando gradualmente. Sus facciones se van haciendo más reconocibles y sus acciones son cada vez más humanas. Pasamos del vampiro (que aunque tenga figura humana puede volar y se transforma en murciélago) o la momia a los zombies (La noche de los muertos vivientes); de los zombies a Leatherface (La matanza de Texas); hasta que finalmente nos vamos dando cuenta de que Leatherface somos nosotros mismos. Esa era la situación en la que veía Hostel, como una confirmación de esta tendencia aterradora en su vertiente más sádica y brutal. No sólo nos convertimos en el asesino (al tratarse de asesinos individuales y anónimos), sino que además nos recreamos con ello. Asumimos términos que antes sólo se aplicaban a los otros que habitaban nuestra sociedad. Y esta idea es genial, demasiado quizás para un Eli Roth tremendamente limitado. Donde la historia (y la tesis) requería brutalidad y contemplación, Roth únicamente ofrece feísmo y fugacidad. La mirada del director se equivoca 180 grados respecto de su objetivo. En lugar de acercarnos a la crueldad, hacerla odiosamente atractiva y asquerosa a la vez, Roth nos aleja de ella convirtiéndola en algo exótico. Lo cual, a mi parecer, debía haber sido únicamente la base de la película. Roth nos engaña (y se engaña a sí mismo), al ofrecer un plato de carne cruda con tanta guarnición. El espectador no quiere patatas al ver esta película, sino carne. Única y exclusivamente un plato de sangrante y roja carne. Al crear del protagonista un héroe, renuncia (e insulta) las geniales bases que contiene este film. El héroe debe serlo el espectador. No se trata de un argumento como Las colinas tienen ojos, pues en este caso no hablamos del otro, sino que hablamos del propio hombre torturando al hombre. La capacidad de escapar no viene legitimada por la capacidad de matar (vengar) a quien ha infligido el daño. El hombre escapa de su naturaleza justificando lo que el primer torturador no quería explicar. Es interesante (más que eso, vital) rescatar una película de la que Eli Roth debió tomar buena nota antes de grabar un solo plano: Funny Games (Michael Haneke, 1997). Antecedente obvio de Hostel, Funny Games no necesita enmascarar tanto su esencia, pese a que la esencia de Hostel sea más impactante. El valor que le falta a Roth le sobra a Haneke, quien confía en las dobleces del alma humana para generar el estado de ánimo. A Roth le sobran justificaciones e incapacidad de manejar un relato que se le escapa de las manos. Esperemos que por el bien de los fans, ideas de esta talla no vuelvan a caer en tan temblorosas manos.




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