viernes, mayo 26, 2006

 

Cigarette burns: por un cine sin cortes


Para los que nos consideramos amantes del cine de terror, John Carpenter es sin lugar a dudas uno de los directores más respetados y seguidos del panorama. Amante confeso de westerns de la categoría de La diligencia (John Ford, 1939), Carpenter es de los pocos directores de género que han heredado un dominio excelente del lenguaje cinematográfico. Es por este motivo que se ha convertido en uno de los mejores contadores de historias del cine. Ahí tenemos joyas de la talla de Halloween (1978), Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976), La cosa (1982) o El príncipe de las tinieblas (1987); entre otros peliculones. Pero el maestro Carpenter nos había dejado un poco huérfanos de películas que realmente superasen su excelente capacidad narrativa e implicasen una lectura más radical. Debemos tener en cuenta que los clásicos mencionados permiten una capacidad de lectura realmente amplia, más allá de la clásica visión de adaptación de western. El cine de Carpenter, al igual que el de Hitchcock, ha tenido la capacidad de hablar del propio cine y del espectador. Y más allá del cine, Carpenter nos hablaba de la posición del individuo frente a la sociedad (Están vivos, El príncipe de las tinieblas, Asalto a la comisaría del distrito 13). De su etapa posterior, destacan de alguna manera Vampiros (1998) y En la boca del miedo (1995), películas de una gran calidad profesional, pero carentes de ese espíritu que había hecho grande a Carpenter en los 70 y los 80. Ahora, gracias a la genial iniciativa de Mick Garris (que ha juntado a grandes directores de cine de terror como John Landis, Tobe Hooper o Stuart Gordon para la serie de terror “Masters of horror”), reaparece con una película de una hora de duración: Cigarette burns. En primer lugar, el Carpenter clásico no ha vuelto, pues sigue siendo el director profesional de la última década, pero a diferencia de sus películas anteriores, el material con el que trabaja (guión de Drew McWeeny y Scout Swan) permite realzar su más que competente realización. Cigarette burns, permite nuevamente realizar interesantes lecturas sobre un trabajo de John Carpenter y por eso los aficionados volvemos a sonreír. La película supone una relectura del propio cine y de la obsesión que este puede llegar a crear (en la piel del siempre genial Udo Kier). Un cine que ha sido capaz de sacrificar lo más sagrado a favor de lo visionado. Porque lo esencial en la película es el acto de observar continuamente. Una observación sin cortes. Y ahí es donde aparece el segundo ingrediente en juego: un cine sin cortes. El corte (marcado por las cigarette burns, es decir, las marcas en el celuloide que marcan el cambio de lata), pese a que se quiera evitar, es algo consustancial al cine reproducido a través de material fotosensible. Toda película, incluida el largo plano-secuencia de La soga (Alfred Hitchcock, 1948), requiere de por lo menos varios cortes en la propia película. Y el corte, en Cigarette burns, supone la adulteración de la realidad. Es por este motivo que el corte aparece constantemente alrededor del protagonista como forma de eliminación de la vida (su mujer se suicida cortándose las venas, Dalibor cortando cabezas, el sirviente asiático de Ballinger, el propio Ballinger rajándose el vientre o la mujer de Hans Backovic y sus cortes en el cuello). No debemos olvidar que el propio protagonista es una persona obsesionada por el cine tradicional, el celuloide. Pero aún así, es el único que no muerte por corte, sino por un disparo (así como el padre de su mujer, al que mata a golpes). ¿Qué implican estos cortes ligados a la muerte? Creo que la escena clave (que recuerda mucho a la película de Joel Schumacher, Asesinato en 8mm, en la que curiosamente también aparecía Norman Reedus) es la escena en la que Dalibor ejecuta frente a las cámaras a una chica. La referencia inmediata de esas imágenes son las ejecuciones filmadas realizadas a occidentales secuestrados en Irak. ¿Qué representan esas imágenes no solo para el cine sino para nuestro propio concepto de realidad? El mensaje es claro, el cine no tiene ninguna capacidad de llegar a esos niveles. La realidad filmada ha superado ampliamente a movimientos como el neorrealismo o el Dogma 95. La realidad se nos muestra desde fuera del propio cine, aunque empleando técnicas cinematográficas. Cigarette burns nos avisa de esta muerte por corte de un viejo cine que se incapaz de luchar contra este medio que es Internet. En él, a diferencia del cine, el montaje se puede hacer en un solo plano y sin ningún tipo de cortes, mientras la capacidad de almacenamiento así lo permita. El corte implica un símbolo del pasado, lo cual no quiere decir que esta nueva imagen no lo emplee. La comprensión de este hecho, lleva al protagonista a pegarse un tiro, pues el cine tal y como lo conoce (el mismo cine que tanto domina y ama el propio Carpenter) está en vías de extinción. Cigarette burns nos enfrenta ese “viejo” cine a las imágenes de ejecuciones en Irak y a una herramienta de uso más cotidiano: YouTube. Se trata por tanto de una película de obligada visión, no sólo para la multitud de admiradores de John Carpenter (entre los que obviamente me encuentro), sino para cualquiera que quiera reflexionar sobre el camino que está tomando el cine, o por lo menos, el que no puede tomar. Como detalle, cabe destacar el especial papel que dentro de la trama desempeña nuestro querido Festival de Sitges. El viejo cine se nos muere, pero queda Carpenter para rato.


Enlaces: Página Oficial de John Carpenter - Masters of horror - YouTube - SITGES Festival Internacional de Cinema de Catalunya

martes, mayo 16, 2006

 

Goremanía: el terror imaginado


Sencillamente, Goremanía fue el libro que lo empezó todo. El excelente compendio de Jesús Palacios figura como uno de los libros de cabecera generacionales más importantes para los seguidores del género en España. Para quienes no lo conozcáis, Goremanía está comprendido por una serie de fichas de cientos de las mejores (y de las peores) películas que el género ha podido dar. Como hemos hablado en otras ocasiones en el blog, el género funciona especialmente por adición. Las películas se van añadiendo a un gran conglomerado que conocemos por cine de terror o directamente de género (o degeneradas). Es un género en el que el buen gourmet no solo debe conocer los grandes clásicos (La matanza de Texas, Psicosis, La noche de los muertos vivientes), sino que además debe estar al tanto de la peor de las basuras. Y el libro de Jesús Palacios funciona exactamente de esta manera. Las películas se agolpan las unas con las otras de forma democrática, en un punto de encuentro donde se mezclan películas de la calaña de Don´t go in the house (James Ellison, 1980) con clásicos alternativos del estilo de Candyman (Bernard Rose, 1992). Goremanía supone la perfecta recopilación de lo que hemos dado a conocer en los distintos artículos publicados como la cultura de videoclub. Una cultura ampliamente ligada al cine de terror de la misma manera que se vinculó, junto a la sci-fi, a los míticos drive-in. Un alto porcentaje de las películas analizadas por Palacios pertenecen a la década de los ochenta y principios de los noventa, justo la época dorada del VHS y del videoclub de barrio. Goremanía nos lleva a una época en la que el visionado de ciertas películas era un logro personal. Porque en el fondo, cualquier seguidor del género no se encuentra muy lejos de los aficionados más refinados del cine, buscando películas imposibles de encontrar por todo el mundo. La película de terror en sí se convierte en una pieza de valorada búsqueda, bien por la necesidad de su visionado o bien por rememorar viejos tiempos. Aquí es donde entra Palacios como forjador de mitos contemporáneos. A través de sus escuetas, pero jugosas, reseñas de las películas, Palacios es capaz de (re)crear un universo nuevo, donde la película cobra una nueva dimensión. Me es imposible no meter mi vivencia personal respecto a estas reseñas y la necesidad de visionar ciertas películas precisamente a través de estos comentarios. Porque en el fondo el cine de terror es eso y creo que es lo que realmente hace triunfar a una película. En el fondo la película es lo que es. Es decir, su visionado implica unos 90 minutos en una sala oscura donde se nos revela una historia. Pero el cine de terror, mucho más que el resto, necesita generar algo distinto que salga de las salas. Psicosis es la historia de un asesino que necesita se disfraza de su madre, pero es también una chica acuchillada en una ducha y una casa en lo alto de una loma. El universo visual normalmente limitado de cualquier película (vemos lo que vemos, o incluso lo que intuimos) se ve potenciado en el cine de terror por el universo literario. Las películas de terror necesitan más allá del impacto visual, un soporte donde sea la palabra la que las describa. La palabra entonces cobra dimensionalidad y acerca la película al mito, incluso antes de su visionado. El proyecto de la bruja de Blair u Holocausto Caníbal, más allá de sus impactantes imágenes son historias narrables y dicha narración transporta al futuro espectador. Por tanto tenemos dos películas en el cine de terror: la que el espectador imagina y la real. La buena fusión de ambas será la que garantice el éxito de una película. Hay otro elemento que considero básico a la hora de generar la “película” del espectador: las carátulas de los VHS. El género ha dado a luz una serie de imaginativas y fantásticas carátulas que no hacen más que reforzar esa necesidad de crear otra película de terror. Pero ese es otro tema que abordaremos en un futuro. Jesús Palacios, como comentábamos, nos ha dejado una obra esencial. Un libro que si eres aficionado al género debes tener y que si no tienes debes salir inmediatamente a hacerte con una copia y empaparte de su lectura. Goremanía es un libro de videoclub. Un libro que hay que leerlo con una mano y con el emule en la otra. Y a ser posible con badmovies.org abierta, pero eso es ya otra historia.

lunes, mayo 01, 2006

 

Cobra: en el pellejo de Stallone


En el cine, más que en cualquier otro arte (a excepción del aún poco explorado territorio que ofrecen los videojuegos), el personaje funciona indiscutiblemente como una extensión del yo. Durante la hora y media que dura la proyección, nos sumergimos en un mundo de oscuridad en el que por arte de magia trasladamos nuestra psique a la voluntad del personaje principal. Esta es una de las grandes razones por las cuales la gente necesita cine, por las cuales busca un refugio a la hora de identificarse a sí mismo. A raíz de este juego psicológico, múltiples películas han jugado con esta alteridad del personaje. Películas como Persona (Ingmar Bergman, 1966), Inseparables (David Cronenberg, 1988), Carretera Perdida (David Lynch, 1997) o Donnie Darko (2001), juegan con el propio espectador, realizando una inmersión psicológica en su propia visión del mundo. Pero es un tema extenso y no lo suficientemente bien tratado. El cine se empieza a dirigir al espectador como pieza clave del propio cine, (des)integrándolo en su propio discurso. El cine se dimensiona en tanto acepta al espectador, no sólo reconociéndolo, como en Al final de la escapada (Jen Luc Godard, 1959), sino integrándolo dentro de la propia narración. El cine es cada vez más consciente de que el espectador no es una figura pasiva, ni siquiera alguien al otro lado del espejo, sino un personaje más que interactúa dentro del propio relato. El cine se abre y se expande en la medida que abre espacios al espectador. Pero que ahora se perciba así al espectador no quiere decir que nunca haya sido así. Como hemos comentado, el espectador se convierte en el personaje, de ahí que haga suyas tanto sus limitaciones como sus virtudes. El espectador se mete en el disfraz del personaje, viéndose traumatizado con los títulos de crédito finales. Si la introducción y la expulsión del espectador son correctas, el vuelo habrá sido placentero. Pero hay muchas opciones: viajes terribles, confusión, y lo que es peor: el exorcismo. El exorcista (William Friedkin, 1973) nos sirve para ilustrar a ese espectador que se aferra a la película. Un espectador (como los fans de Star Wars), que se niegan a salir de la magia (hipnosis) que el cine ha ejercido sobre ellos y que sólo mediante un exorcismo podrán ser liberados. Como vemos, la relación con la película es mucho más traumática de lo que pensamos. Porque al dejarnos llevar por una narración visual, engañamos a nuestro cerebro, le dejamos volar por una no-realidad que nos consume aunque no seamos conscientes. El cine emula a la vida, pero la vida pretende emular al cine por puro engaño. El hecho de lo que queremos ser viene revelado en cierta medida por lo que queremos ver. Pero no es engañéis por la sencillez del planteamiento. Ver películas de asesinos no quiere decir que quieras ser un asesino. Eso es la superficie. De la misma manera que ver Cobra (George P. Cosmatos, 1989) no implica únicamente la necesidad de ser un tío musculoso. La identificación sigue senderos inexplorados y complejos. Unos senderos que evitan la sencillez (estoy cansado de la gente que asocia heavy metal, videojuegos y cine de terror con el crimen), y nos piden a gritos estudios más complejos. Volviendo a Cobra, la película en sí es un claro ejemplo de todo lo anterior. La película basa su fuerza única y exclusivamente en el personaje que le da título. Prácticamente no hay trama y todo supone una sucesión de frases ingeniosas y demostraciones de fuerza del bueno de Stallone. Pero pese a su baja calidad fílmica, Cobra ejerce un peso sobre el espectador. Puede que sea su apabullante desprecio por la vida humana o por la sencillez de su mensaje, pero la carcasa está preparada como si de unas gafas de realidad virtual se tratara. Jordi Sánchez la resume como un “disparar a todo lo que se mueve”. Y no anda lejos. Porque Cobra, en el fondo, es el primer shoot’em up adaptado a las pantallas. Es la punta del iceberg de tantos clásicos sobre vengadores callejeros, que no hacen más que aumentar la tensión entre identificación y narración. Una identificación cercana a los videojuegos más sencillos, pero que crean un fuerte conflicto entre lo visto y lo vivido. Simplificarlo a lo visto sería tan erróneo como evaluar lo vivido. Porque, de la misma manera que el cine no es una sucesión de imágenes que los espectadores consumen dócilmente, videojuegos y Cobra no es una acumulación de situaciones vividas. Relacionar la matanza de Columbine con los videojuegos es en sí mismo erróneo, pese a que en el fondo subyace el “disparar a todo lo que se mueva” de Cobra. Si no somos conscientes de que el ser humano es en sí mismo un filtro de experiencias, no podremos liberar nuestros lenguajes (el lenguaje de los videojuegos y el del cine), y mucho menos solucionar un tema, la relación entre violencia y arte, que supone un lastre continuo. Mientras tanto, Cobra nos puede ir abriendo el camino.



Para Cobra, los procedimientos policiales son algo distintos.



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