jueves, febrero 01, 2007

 

Saw: el terror como espejo


A la hora de establecer unas lecturas que relacionen las películas con la sociedad que las produce, los géneros establecen unas normas de lectura muy sencillas y directas. Cuando rastreamos la historia de un género concreto siempre encontramos películas tótem o fetiche que sirven para hablar de una década, de un contexto, de un tipo de consumo o incluso de una revuelta social. El género parte con la ventaja de sostenerse con una serie de mecanismos que pueden ser aislados y analizados en función al uso que de ellos se realizan. Y, cómo no, el género del terror también ha servido para realizar este tipo de análisis. Siempre existe el planteamiento sobre cuándo le apetece a una sociedad reírse, llorar o pasar miedo. Pero la esencia del terror viene marcada por cómo pasar miedo. La figura que de forma clásica se ha venido utilizando para remarcar este enfoque es la del otro, personificado en multitud de formas. Tenemos desde las invasiones de hormigas gigantes, argumento propio de los años cincuenta, en Them! (Gordon Douglas, 1954), la visión poliforme y consumista de los zombis de Romero en Dawn of the dead (George A. Romero, 1978) o la cruenta y desesperanzada visión de los setenta de La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). Estas películas, consideradas fetiches del género, han ido articulando las distintas formas de representar los miedos de las sociedades según su contexto. Nosotros hemos dejado atrás la mirada agridulce que suponía Scream (Wes Craven, 1996) y nos hemos adentrado en unos caminos más oscuros y serpenteantes. Hemos alcanzado la fase de Saw (James Wan, 2004). Concebida como una adaptación al cine de terror de la excepcional Se7en (David Fincher, 1995), la película traslada al género explícito una serie de valores que rodean el cine de nuestra actualidad. El otro, el villano, ha dejado de ser el Jason de Viernes 13 (Sean S. Cunningham, 1980) o el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984), un monstruo que no para de perseguirnos hasta conseguir su objetivo que no es más que matarnos. El nuevo asesino ha dejado de perseguirnos. De hecho, este nuevo asesino, no mata de forma directa. No le vemos cometer un crimen más allá de lo que supone su trampa mortal. El miedo esencial ya no radica tanto en el dolor físico, como anteriormente, sino en que somos nosotros los que debemos acreditar ese dolor como propio. El sujeto no tiene una relación directa, en forma de agresión física, con la fuente de este dolor. En Saw, vemos a personas tomar decisiones, decisiones que implican la aceptación del suicidio (como tristemente ocurrió en las Torres Gemelas). La venganza deja de ser viable en esta película, desde el momento en que estos nuevos criminales no sólo aceptan la muerte, sino que para él es algo esperado, e incluso dignificante. El nuevo asesino no evita su muerte, la busca. Las herramientas de las que dispone entonces el personaje son únicamente las intelectuales. El terreno de juego ha dejado de ser el machete, para pasar al mecanismo que mueve ese machete. El machete no se acciona, si conseguimos ser más listos que quien ha planificado ese movimiento. Esta lectura nos lleva a una visión ya dulcificada de Viernes 13, puesto que estos mecanismos son terriblemente simples. La maquinaria de Jason sería como un reproductor MP3 de 64mb, un artefacto prácticamente inútil. Vivimos rodeados de misterios tecnológicos que debemos desentrañar. El mundo ya ha dejado atrás completamente lo analógico y hemos entrado (con todas las de la ley) en lo digital. Hemos pasado de una sociedad de lo visible a una sociedad de lo invisible y lo oculto. Nos sentimos parte de un mecanismo que funciona a nuestras espaldas (o peor, ante nuestros inhabilitados ojos), y eso se refleja en nuestros miedos. Como comentábamos al principio, la visión del otro siempre ha funcionado como un motor de lecturas sociales en el cine de terror. La visión del otro implica indirectamente una visión de nosotros mismos, de nuestra reacción como sociedad ante estos peligros. Pero vivimos en la sociedad del miedo infiltrado, en la que no podemos (o es políticamente incorrecto) señalarlos con el dedo. En la sociedad que camina hacia la plenitud digital (a la que aún no hemos llegado), el otro no es más ni menos que nosotros mismos. La mirada ha pasado del cine/señal al cine/espejo. Películas como El maquinista (Brad Anderson, 2004), Carretera perdida (David Lynch, 1997), Alta tensión (Alexandre Aja, 2003) o Funny Games (Michael Haneke, 1997) ya anticipan de alguna manera este movimiento absorbido plenamente por el género. El asesino que nos persigue con un machete ya no es real, como sucede en Alta tensión. Tras correr exhaustos varios kilómetros, miramos atrás y ya no hay nadie. Jason, Freddy o Cara de Cuero, han desaparecido. Ahora son de los nuestros. Como sucede con la mirada simpática que llega a producir el asesino de menores Theodore Bagwell en Prison Break. Ellos ya son de los nuestros. Miramos atrás y sólo vemos una pantalla de televisión con una extraña careta mirándonos. Sus palabras retumban en nuestra cabeza. La careta es nuestra caricatura como espectadores y la pantalla se convierte en un espejo.


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