jueves, agosto 31, 2006

 

Hostel: manejando fuego con guantes de mantequilla


Desde su estreno en el pasado festival de Sitges, la película apadrinada por el mismísmo Quentin Tarantino había despertado en mí una gran curiosidad. Su estética sucia y enfermiza me hacía recordar una readaptación brillante de lo que La matanza de Texas supuso en su momento. Además, la idea central del film no podía ser más sugerente. Un negocio basado en la tortura a cambio de dinero, era tan terriblemente postmoderno que hasta incluso nos lo podemos imaginar en cualquier antro de Tailandia. La capacidad del hombre actual de poner sus necesidades por delante de cualquier derecho es una realidad. La democracia ha pasado a ser un cúmulo de derechos en lugar de una lista de obligaciones. El hombre actual exige a la democracia la capacidad de expandir sus propios límites. Pero los límites marcados por la justicia le exigen trascender los límites territoriales, surcando el globo en la búsqueda, no del Arca Perdida, sino de esa capacidad de trasgresión. Porque en el fondo, limpiar el polvo no es más que cambiarlo de sitio. No hemos de negar que ese es un hecho que se produce especialmente gracias a la democracia, no ya solo por el turismo sexual, sino también por la pederastia, la coprofagía o una larga serie de depravaciones que existen no únicamente por estar registradas en el diccionario. El hombre demócrata se mira a sí mismo, orgulloso de haber llegado al final de un largo camino (que llamaremos progreso), pero en un espejo fabricado por el propio progreso. Un espejo que, en el fondo, nos ofrece una imagen eróticamente distorsionada de nuestra imagen en la sociedad y en el mundo. Vemos lo que queremos ver, o mejor, lo que nos gustaría ver. Y es por este motivo que, como el polvo, debemos trasladar esas otras acciones punitivas a otros sujetos. En este caso hablamos de series como Cops, donde el sujeto conflictivo es señalado y vejado socialmente, tratado como el otro. También reconoceremos programas clásicos que relataban la realidad negra de la sociedad. El conflicto sigue presente (negarlo sería un estado totalitario como el de 1984), pero aislado a unos sujetos que tienen que delinquir. Por ese motivo, las palabras anteriormente mencionadas iban ligadas a estos sujetos. Pero la postmodernidad y el cine revelan que las barreras no son tan gruesas como pensábamos. Ese sujeto (que podría ser el mismo Freddy Krueger) se nos va acercando gradualmente. Sus facciones se van haciendo más reconocibles y sus acciones son cada vez más humanas. Pasamos del vampiro (que aunque tenga figura humana puede volar y se transforma en murciélago) o la momia a los zombies (La noche de los muertos vivientes); de los zombies a Leatherface (La matanza de Texas); hasta que finalmente nos vamos dando cuenta de que Leatherface somos nosotros mismos. Esa era la situación en la que veía Hostel, como una confirmación de esta tendencia aterradora en su vertiente más sádica y brutal. No sólo nos convertimos en el asesino (al tratarse de asesinos individuales y anónimos), sino que además nos recreamos con ello. Asumimos términos que antes sólo se aplicaban a los otros que habitaban nuestra sociedad. Y esta idea es genial, demasiado quizás para un Eli Roth tremendamente limitado. Donde la historia (y la tesis) requería brutalidad y contemplación, Roth únicamente ofrece feísmo y fugacidad. La mirada del director se equivoca 180 grados respecto de su objetivo. En lugar de acercarnos a la crueldad, hacerla odiosamente atractiva y asquerosa a la vez, Roth nos aleja de ella convirtiéndola en algo exótico. Lo cual, a mi parecer, debía haber sido únicamente la base de la película. Roth nos engaña (y se engaña a sí mismo), al ofrecer un plato de carne cruda con tanta guarnición. El espectador no quiere patatas al ver esta película, sino carne. Única y exclusivamente un plato de sangrante y roja carne. Al crear del protagonista un héroe, renuncia (e insulta) las geniales bases que contiene este film. El héroe debe serlo el espectador. No se trata de un argumento como Las colinas tienen ojos, pues en este caso no hablamos del otro, sino que hablamos del propio hombre torturando al hombre. La capacidad de escapar no viene legitimada por la capacidad de matar (vengar) a quien ha infligido el daño. El hombre escapa de su naturaleza justificando lo que el primer torturador no quería explicar. Es interesante (más que eso, vital) rescatar una película de la que Eli Roth debió tomar buena nota antes de grabar un solo plano: Funny Games (Michael Haneke, 1997). Antecedente obvio de Hostel, Funny Games no necesita enmascarar tanto su esencia, pese a que la esencia de Hostel sea más impactante. El valor que le falta a Roth le sobra a Haneke, quien confía en las dobleces del alma humana para generar el estado de ánimo. A Roth le sobran justificaciones e incapacidad de manejar un relato que se le escapa de las manos. Esperemos que por el bien de los fans, ideas de esta talla no vuelvan a caer en tan temblorosas manos.




jueves, agosto 24, 2006

 

Green Tentacle


Aprovecho la ocasión para anunciaros la apertura de un nuevo blog dedicado al mundo de los videojuegos. En él escribiré artículos orientados a una lectura exhaustiva del lenguaje de los videojuegos y de conceptos relacionados con esto. Como se trata de un tema tan amplio y ambiguo os solicitaría el máximo de participación posible. Será realmente bienvenida.

Os dejo el enlace: GREEN TENTACLE

Por cierto, debido a una serie de problemas he perdido la plantilla anterior, así que durante un tiempo volveré a la austeridad de mis inicios. Gracias por vuestra comprensión.

lunes, agosto 21, 2006

 

¡Viva la modernidad!


Queridos lectores de esta infecta página sobre "cine". Soy Jean-Luc Godard, conocido realizador francés de nouvelle vague. Si quereis volver al buen camino y dejar la senda de la horrible postmodernidad, debeis visitar mi nuevo blog: El cine según Lleanluc. Ya sé que mi nombre es Jean-Luc, pero internet es tan terriblemente capitalista como el cine actual. No entienden de artistas. Dejaos ya de planos cortos y movimientos de cámar y venid al club de los modernos gafapasteros, un club donde el cine se hace en un solo plano y ponemos quicos gratis para los recién llegados. Así que estais avisados, enfundad vuestras gafapastas y dadle con el ratón a este enlace. La modernidad os espera.


El cine según Lleanluc (pinchad en el texto, no seais temerosos)

domingo, agosto 20, 2006

 

Silent Hill: mirando al abismo con gafas de sol


Para los que nos sentimos unos apasionados de los videojuegos, Silent Hill es un título especial. Dentro de las cerradas (y repetitivas) pautas que generan el marco creativo de los videojuegos, Silent Hill no es sólo una apuesta estético-narrativa única, sino que funciona a más niveles. El juego funciona como una experiencia que lo sobredimensiona y lo eleva a cotas que están por encima del concepto tradicional de “juego” y nos lleva a una interactividad velada con nuestro propio subconsciente. El juego, pese a tener la estructura aparente de una aventura, juega con la propia capacidad del medio de generar universos rotos. El pueblo de Silent Hill se convierte en un alter ego emocional del jugador, donde sus misterios y rincones oscuros se corresponden con los misterios y las dobleces de la psicología humana. La genial creación de Keiichiro Toyama, responde también a un universo característico. El mundo de Silent Hill es un mundo de seres solitarios, que como almas en pena recorren el limbo con la falsa ilusión de recuperar la “normalidad”. Se trata de un universo de música depresiva, ambientes tristes y grises, donde la ausencia habla más de los que habitan el mundo que la propia presencia. Sin ir más lejos, la imagen de un colegio o un hospital vacíos son realmente efectivas. Por tanto, podemos hablar de un juego en el que el jugador investiga lugares solitarios, chocando eventualmente con algún otro ser solitario, con quienes mantiene relaciones frías y totalmente carentes de humanidad. Los seres de Silent Hill deambulan sin ninguna esperanza y sin necesidad de esperanza, como los monstruos, restos inconexos de personas. Se trata de un mundo duro y seco, que responde a la propia duda que el propio protagonista despierta en el jugador.


Cuando se supo que Silent Hill iba a ser adaptado al cine, las dudas invadieron a la gran parte de jugones del mundo. Poco a poco las imágenes fueron aliviando las dudas, pues se correspondían completamente a la estética que Silent Hill requería. La elección del director fue más dudosa, pues Christopher Gans era el responsable de la (a mi gusto) irregular El pacto de los lobos (Christopher Gans, 2001). Ahora ha llegado el momento de la verdad y una nueva desilusión ha llenado mi corazón. Como suele suceder, la película captura la estética, pero no la esencia del juego. La adaptación de un libro bien hecha, captura la experiencia que la lectura de ese libro produce: las ideas generales, la chispa de los personajes, la forma de imaginar ese universo. Pero en el caso de un videojuego, la adaptación requiere indiscutiblemente pasar por ahondar en esa experiencia de juego de la que anteriormente hemos hablado. En ese sentido, Silent Hill es una absoluta decepción. Empezando por el guión, donde se le da al pueblo una justificación que rompe la genial relación que con el subconsciente tenía el juego. Y creo que ahí reside la clave del fracaso de la película, pues rompe completamente el hechizo en el que jugador era sumergido. La película evidencia una absoluta carencia de valor a la hora de plantear un universo que debe ser más claramente antinarrativo. En lugar de eso, se ha optado por la justificación en lugar del misterio, por la explicación en lugar de la interrogación y por el exceso en lugar de la sencillez. La película, para los amantes del juego, se va perdiendo en un mar de explicaciones y tramas innecesarias. Pero todo esto no quiere decir que la película no alcance momento de maestría (como las apariciones del Hombre Pirámide), momentos que no hacen más que ofrecer al espectador una imagen de lo que podría haber sido y no fue. En lugar de ese universo solitario y frío, la película se decanta por explicar a los personajes y la situación para pretender crear un acercamiento a ellos. Y ahí radica el segundo gran error. Pensar que los personajes deben explicarse constantemente para reforzar su sufrimiento es innecesario. Claro ejemplo de ello es el remake de Las colinas tienen ojos (Alexandre Aja, 2006) cuyos personajes son meras pinceladas que funcionan a la perfección y cuyos objetivos son casi irrelevantes. Porque, como en el caso del juego, la propia situación define a los personajes. No es necesario explicar mucho de los personajes de otra película, como es el caso de Cube (Vincenzo Natali, 1997), pues como en Silent Hill, la situación es lo realmente importante. Y es por eso que Silent Hill debería haber seguido este patrón, mucho más cercano al juego original, pero haciendo un claro recorte de personajes. Por el camino se ha perdido esa relación personal con el universo de Silent Hill, esa mirada contemplativa del que acude a ese pueblo. Esa peligrosa atracción por lo grotesco y por el dolor. En el fondo, Silent Hill es una auténtica penitencia para todos nosotros, una penitencia por la que nos sentimos atraídos. Como comentaba con Las colinas tienen ojos, el espectador se siente atraído por su propio sufrimiento. El espectador en Silent Hill se siente más atraído por el Hombre Pirámide que por esa señora religiosa neurótica o por su hija. Y ahí es donde el director desvía la mirada justo del lugar donde el espectador quiere ponerla. Nos ponen la miel en los labios y después nos la quitan vilmente. Como a un niño pequeño que disfruta en un parque de infancia, nos alejan de la oscuridad (la real, la de nuestras propias cabezas) para que no nos hagamos daño. Y es que, como dijo aquél filósofo, “cuando miramos al abismo, el abismo nos devuelve la mirada”. Pero Gans, por desgracia, nos coloca unas incómodas gafas de sol.

Para acabar, un genial video que parodia el universo de Silent Hill:


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