viernes, marzo 31, 2006

 

Las colinas tienen ojos 2: una feria en el desierto


Una de las leyes no escritas del cine de terror es que cuando una película tiene éxito, una continuación está en marcha. Sea la película que sea (incluso por muy dignificada que esta haya sido) ha caído tarde o temprano bajo el fuerte peso del mercado. Desde Psicosis 2, el regreso de Norman (Richard Franklin, 1983), pasando por El exorcista 2 (John Boorman, 1977), Los pájaros 2 (Rick Rosenthal, 1994), o incluso la más reciente Saw 2 (Darren Lynn, 2005), de la que se prepara actualmente una tercera parte, la explotación ha servido como una importante fuente de ingresos. La cuestión que me planteo es cómo afecta esto no sólo a la imagen del género, sino a la propia concepción de la película. ¿Cómo debemos enfocar una serie como Viernes 13? ¿O la sorprendente longevidad de la saga de Hellraiser? Lo que empezó, y sigue funcionando, como una pura explotación del cine de terror (que en sí también se inició como pura explotación) ha pasado a formar parte de la idiosincrasia del propio género. Las películas en sí ceden paso a una entidad superior que las engloba, pasando a ser meros vehículos de explotación del factor diferencial de dicha serie. Por tanto, las películas en sí son desprovistas completamente de su valor cinematográfico y empiezan a funcionar como pasarelas de lucimiento del factor diferencial que dicha película promete. ¿Qué entendemos por factor diferencial? La cuestión esencial que hace que el espectador (generalmente el de videoclub) acuda de forma recurrente a dicho título. Generalmente dicho factor diferencial se verá personificado en la figura del psychokiller (Jason, Pinehead, Leatherface…). Pero sería un error centrarnos constantemente en dichas figuras (de las que tanto se ha escrito), pues como factor diferencial también entendemos el ambiente malsano de La matanza de Texas, los juegos mortales de Saw o las bolas voladoras de Phantasma. La secuela funciona entonces como una nueva visita de cortesía a esa casa, ese pueblo o esa granja que tanto nos aterrorizó. Por tanto, el espectador no se recrea en descubrir, sino en redescubrir. Como el tantas meces mencionado ejemplo de la montaña rusa y el cine postmoderno, el espectador acude a estas secuelas buscando no una historia (ni siquiera una película), sino un experiencia, como si la feria hubiese vuelto al pueblo después de un año. Una vez dentro de la feria, el espectador acude inmediatamente a aquellas atracciones que recuerda más le impactaron, descubriendo que cada vez la feria tiene menos recursos y que cada vez es más pobre. Finalmente, la feria deja de pasar. Una de las feria que cerró hace tiempo es Las colinas tienen ojos. Una feria a la que por otro lado le están dando una buena capa de pintura, arreglando los tornillos sueltos y preparando el algodón de azúcar, con su remake (dirigida por el prometedor Alexandre Aja, quien nos brindó una obra de la altura de Alta Tensión, 2004). The hills have eyes 2 cumple todos los requisitos que una secuela debe tener: mismos escenarios, personajes carismáticos repetidos (el genial y feote Michael Berryman) y un planteamiento similar. ¿Cómo es posible, viendo el resto de los casos, que no se hiciera Las colinas tienen ojos 3? Precisamente por no comprender el factor diferencial de la primera parte. Las colinas tienen ojos no es precisamente una buena película, pero si hay algo que tiene es oscuridad. Una oscuridad que llena todo un valle. Una oscuridad en un campo abierto que tiene la facultad de convertirse en un personaje y en un elemento casi tangible. Una oscuridad, en definitiva, que ahoga a los personajes de la misma manera que ahoga al espectador (a algunos). Y cuando falla la masa, el resto de componentes pierden su valor, hasta llegar al absurdo. La desidia en su realización no sólo dota de un factor autoparódico a la cinta, sino que gira completamente los elementos de la misma, produciendo un cuadro surrealista donde los elementos están alterados. Vendría a ser como aquel mítico cuadro (tantas veces mencionado en Los Simpson) de Cassius Marcelus Coolidge, donde varios perros juegan al póker. Y es precisamente un perro, el que lidera esta sinfonía surrealista. Un perro, Bestia, que no sólo se erige como protagonista absoluto de la cinta (como si de Rex se tratara), sino que además tiene la capacidad de motivar uno de los múltiples flashbacks que pueblan la cinta. Si el perro es capaz de recordar (y de que nos interese), ¿qué más le podemos pedir a la película? Nadie hace su papel en esta película, los caníbales no ejercen como tales y las víctima ni siquiera son conscientes de que están en peligro. De nuevo, el perro es el único que tiene una motivación, queriendo vengarse de su maltratado rival Michael Berryman. Los elementos no están conectados ni vertebrados, es decir, los malos no quieren devorar y matar, y los buenos no quieren huir y/o vengarse (salvo Bestia). Entonces, ¿qué demonios es Las colinas tienen ojos 2? ¿Es esto cine de terror? Desde el mismo momento en que es la secuela de una película que más o menos sí lo es, presuponemos que sí, pero la esencia de Las colinas tienen ojos 2, al igual que la del concepto de las secuelas, está más cercano al surrealismo. Un juego con personajes, elementos, localizaciones y ambientes que deforman su significado, hasta quitárselo por completo y convertirlos en otra cosa. Vemos a un asesino en Viernes 13 parte V, pero ha dejado de ser un asesino; vemos un machete, pero ha dejado de ser un machete; vemos un grupo de zombies, pero han dejado de ser un grupo de zombies. No son más que versiones surrealistas (a veces paródicas) de lo que alguna vez fueron y de lo que nos resistimos a pensar en que han dejado de ser. Al fin y al cabo, ¿a quién le da miedo el bueno de Drácula? Me quedo para concluir con la imagen final de Las colinas tienen ojos 2. Una imagen en la que Bestia, un chico con traje de motero y una chica recorren el desierto hacia el amanecer en el horizonte. Una imagen que recuerda a un sueño, una imagen surrealista dentro de una película innecesaria. Una imagen que como las secuelas, mezcla elementos que carecen de sentido y no van a ninguna parte en concreto.

martes, marzo 28, 2006

 

Canoa: la noche de los pueblerinos vivientes


Como todos vosotros bien sabréis, uno de los elementos de estudio del cine de terror es el de la visión del “otro” dentro del imaginario colectivo. Así, las distintas ramificaciones que conforman el género tendrían un equivalente en una clasificación más global. En este sentido, cuando hablamos del otro, hablamos de la entidad que en las películas de terror amenaza la entidad física o espiritual de los personajes. Es entonces un elemento de constante amenaza no sólo respecto a estos personajes, sino especialmente sobre la cultura que les da cobijo. Esta visión, refleja entonces nuestros miedos no tanto como individuos, sino como sociedad. Drácula (Tod Browning, 1931), habla del peligro seductor de esa figura que es el vampiro, The ring (Hideo Nakata, 1998), nos sitúa al otro no sólo en un plano etéreo, sino que lo acerca a uno de los electrodomésticos más comunes, la televisión; Frankenstein (James Whale, 1931) va más allá y nos presenta al otro como parte de nosotros mismos; La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974), la que considero de planteamiento más salvaje nos presenta a otro completamente irracional y por tanto más temible. Pero el caso más emblemático es el de La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), donde el otro es directamente una masa que como en el último caso, no responde a razones. Este caso es un paradigma, pues presenta nuestro miedo como sociedad a la violencia en estado puro, a la irracionalidad de los asesinatos que se dan en las grandes ciudades (aunque curiosamente la historia se centre en una granja de Pennsylvania) y en general a este auge de la inseguridad ciudadana. Es entonces cuando esta figura encarnada en este caso por los muertos vivientes conecta con nuestros miedos más profundos y genera el auténtico ambiente de intranquilidad (que no necesariamente miedo) que las películas de terror deben producir. Es entonces cuando aparece Canoa (Felipe Cazals, 1975). Canoa es una respuesta cinematográfica a unos tristes acontecimientos que se produjeron en México, cuando unos trabajadores universitarios fueron asesinados por todo un pueblo (Canoa). La película estudia con una gran precisión la locura del fanatismo de un pueblo anclado en el pasado, frente al cosmopolitismo (sin pasarse) de los trabajadores universitarios. Este argumento nos acercaría más a Deliverance (John Boorman, 197.), pero en lugar de eso, y como comentábamos anteriormente, la visión del otro nos acerca más al cine de terror y a La noche de los muertos vivientes. Pero Felipe Cazals va más allá y en lugar de reflejar la historia cronológicamente como la vivieron los personajes, hace un estudio ficcionado (con elementos documentales) del propio pueblo de Canoa y de las condiciones reinantes al aparecer los protagonistas. La visión del otro queda completamente transgredida, otorgándole personalidad y lo que es más inquietante, conocimiento. Cuando la historia inevitablemente se convierte en una masacre de los trabajadores, el otro al que habíamos conocido anteriormente, muta en una versión deforme de sí misma. El pueblo entero en sí se convierte en un gran personaje de terror a la altura de grandes psychokillers. La sensibilidad del espectador no se maneja como en La noche de los muertos vivientes, sino que es la confusión y el desconcierto las que toman su lugar. La historia no ofrece concesiones al espectador, no plantea ninguna huida y ninguna posibilidad. Los personajes aparecen como seres listos para el sacrificio, lo cual nos acerca a La matanza de Texas, en cuanto a la imposibilidad de evitar este sacrificio, es decir, de alejar la muerte de nuestras vidas. Es precisamente lo inevitable del final lo que aleja claramente Canoa de las películas de suspense. Por estas razones, considero que Canoa funciona más como una película de terror, sólo que alterando ciertos elementos que a priori podían parecer sagrados. Ya sabíamos que el otro puede ser el propio hombre (hay miles de ejemplos de los cuales Psicosis es la piedra angular), pero siempre este otro hombre había sido dotado de un aura especial, que lo alejaban de la humanidad y lo acercaban a la divinidad monstruosa (hasta llegar al extremo de Jason Voorhes). Pero la excelente Canoa, como hemos comentado, acercan terriblemente al otro a la humanidad, resaltándolo con la ficción de documental de ciertas partes de la película. Canoa inaugura un cierto cine de terror que se permite una licencia casi imposible en otras épocas, que es la de acercar el género al formato documental. ¿Es Cuarto Milenio una película de terror? ¿Puede el género explorar mínimamente la senda iniciada por Canoa? Tengamos en cuenta que El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick / Eduardo Sánchez, 1999) emplea un formato no documental, sino casero, pero que la representación del otro sigue los cánones básicos de cualquier película gótica de fantasmas. ¿Puede el documental ser un vehículo hacia un nuevo tipo de terror? Sólo me viene a la cabeza otro ejemplo (espero que se os ocurran más a vosotros y los podamos comentar), The black door (Kit Wong, 2001), donde el otro, una especie de hechicero de los años veinte, se nos presenta como si de un documental histórico se tratara. Es una senda por recorrer en la que sólo veo posibilidades en un mundo que empieza a dudar de la imagen y lo que representa.

jueves, marzo 23, 2006

 

The Unnamable: terror coreografiado


De uno de los rincones más oscuros y escondidos de mi videoclub (y de mi memoria), de forma periódica me iban viniendo flashes, recuerdos espontáneos de The Unnamable. Los que conozcan la obra de H. P. Lovecraft (que supongo seréis la gran mayoría) sabrán inmediatamente que la película es una de las múltiples adaptaciones que sobre el universo del genial autor se han realizado. Lovecraft ha sido la guía de cientos de aficionados al género alrededor del mundo. Ya desde los años 70, su obra se ha ido editando y reeditando en España de manera escalada y poco reconocida (hasta la excelente recopilación que acaba de editar Valdemar). El género se ha nutrido de una visión más científica y a la vez ritual del monstruo. El monstruo que retrata Lovecraft es un primigenio que va más allá de la concepción humana, un monstruo cósmico que trasciende no sólo nuestro espacio, sino incluso nuestro propio tiempo (“incluso la muerte puede morir”). En el universo de Lovecraft, la visión equivale a la locura. Nos coloca una gasa frente a nuestros ojos, únicamente para intuir la locura que hay al otro lado. Una locura que no solo supone un cuestionamiento físico, sino un replanteamiento del propio estatus del ser humano en el cosmos. Este es el terror de Lovecraft y por increíble que parezca, no se puede entender el cine de terror de los ochenta (en adelante) sin la influencia que este autor ha tenido sobre los directores del género. Y no es de extrañar, pues pese a tratarse de un autor de principios de siglo, la corriente post-hippie revitalizó sus obras, de la misma forma que se hizo con J. R. R. Tolkien. Y fruto de esa revitalización es gran parte de la cultura popular que la mayor parte de nosotros hemos mamado. Desde los juegos de rol (La llamada de Cthulhu, El señor de los anillos), pasando por los videojuegos (Alone in the dark), hasta pasar por el cine. Pero, ¿qué hay en el universo lovecraftiano que dé pie a ser adaptado? ¿Qué parte de ese universo imposible de fotografiar ha hechizado a tantos realizadores y escritores? Este sería un interesante debate del que únicamente sacaré la conclusión efectiva: el universo de Lovecraft se reduce a un cúmulo de balbuceantes y babosos seres, en oscuras e infectas catacumbas. Por tanto, es una visión que claramente ha nutrido el mito del monstruo en los ochenta. No hay más que ver películas como El príncipe de las tinieblas (John Carpenter, 1987), Temblores (Ron Underwood, 1990) o incluso La mosca (David Cronenberg, 1986). La visión de Lovecraft no solo estaba siendo alterada (al fin y al cabo a él le interesaba especialmente la no-presencia de estos seres), sino que estaba llegando a puntos casi caricaturescos. Pero por suerte sólo se trataban de mitos inspirados en su obra. Apuntes y detalles de una gran lienzo. Es lo que se empieza a conocer como un ambiente lovecraftiano (aunque sea una mala designación). El problema viene precisamente cuando a estas influencias indirectas, que todo el mundo interpreta como tales, se les quiere poner el sello del propio Lovecraft (¡que alguien pare a Stuart Gordon!). Ahí es cuando el invento se desvanece y cuando la ininterpretabilidad de los textos se hace más manifiesta. Es entonces cuando me vuelven esos flashes. The Unnamable se erige como una visión fidedigna del universo lovecraftiano. Una visión que recoge todos los tópicos que hacen reconocible su obra (Randolph Carter, la Universidad de Miskatonic y el mítico Necronomicón), pero dejándolos completamente al desnudo. El mito, el monstruo que está a eones de la raza humana, se convierte en un ser atrapado en un ático polvoriento y que anticipa sus crímenes con una curiosa danza, que no sabemos si es ritual o simple alegría por la recién alcanzada libertad. El universo no sólo se caricaturiza, sino que se deforma, llegando a alcanzar el esperpento. En este sentido, The Unnamable es el Cascanueces de Lobecraft (sí, este los escribo con b), una coreografía en versión ballet del terror. El cóctel está listo y preparado para explotar en tus narices. Si a esto le juntamos una estética ochentena desfasada, una calidad de imagen propia de un VHS porno en el dormitorio de un adolescente y una fotografía AZUL (si la veis entenderéis las mayúsculas), el desastre está garantizado. Como se suele decir, “si Lovecraft levantara la cabeza”… Sé que hay muchas versiones lamentables de este universo (las cuales espero comentar más adelante), pero considero que The Unnamable recoge perfectamente no solo el hecho de que Lovecraft sea imposible de adaptar (que como poco sería cuestionable, pues cómo podemos representar lo que no se puede representar), sino de cómo un mito puede estirarse hasta llegar a su propia mutación, generando un producto nuevo, completamente alejado de sus orígenes. Cualquier parecido con el original es pura coincidencia. Y eso en el fondo es el nacimiento de una nueva forma de representar un género y unos miedos. Es una visión que amplía este abanico de posibilidades dentro de los que estamos, generando un mundo más cercano a la parodia que al terror al que pretende evocar. En resumen, es la imagen perfecta de lo que supuso el cine de los ochenta en cuanto al terror, una vuelta al paroxismo de los cincuenta, pasado por el mix lovecraftiano. Me viene un nuevo flash. Ahora no es The Unnamable, sino una película más loable, Videodrome. La imagen es la de una cinta de vídeo orgánica y babosa, que es insertada en el estómago del pobre James Woods. Eso, amigos, es el cine de terror de los ochenta (aunque algunos cambien el estómago por su propio culo).

miércoles, marzo 22, 2006

 

El terror llama a su puerta: horror party


Si el cine de terror fuera un animal, sin lugar a dudas sería un cerdo. Y no necesariamente porque la estética predominante sea claramente la feísta (veáse La matanza de Texas o Basket Case), sino porque de una película de terror, como del cerdo, se aprovecha todo. De esta forma, el terror funciona como un corral, una pequeña comunidad en la que todos conviven. El género crea, como se explica en Scream, un universo común, donde no solo las influencias son evidentes, sino que además permite productos como Freddy versus Jason. Por tanto, a diferencia del resto de géneros (salvo excepción quizá del western), el terror funciona como una unidad clara. Y todo eso pese a la clara indefinición de la que hablábamos al principio. Porque, ¿qué es una película de terror? Los patrones más clásicos hablan de producir miedo en el espectador, otras visiones hablan de cierto masoquismo, y los más progres hablan de la visión del otro (generalmente bajo la figura del monstruo). Como vemos, el objeto de análisis se escurre entre los dedos de quien pretende poner a este género en cintura. Y aun así sabemos que el género existe. Otro factor esencial dentro de la sensación de comunidad del género es la del aficionado. Un aficionado que es capaz de generar una revista de la calidad de Fangoria (aunque a su vez esto también lo haga la ciencia ficción, es un género que considero más fragmentado con Star Trek, Star Wars y 2001, una odisea en el espacio, los cuales hegemonizan completamente cualquier visión). ¿Quién o qué genera esa comunidad? ¿Qué factor hace capaz de juntar en el mismo saco Bad Taste con Vinieron de dentro de…, Drácula o The Blob? Seguramente podríamos mencionar cientos de estudios a este respecto, pero lo que me interesa destacar es la comunidad que autoalimentándose (a base de ver películas del género) genera nuevo productos que expanden las posibilidades de ese género. Es una comunidad que funciona a base de raíces, influencias, copias, experimentos y depravaciones varias. Y dentro de esta comunidad la nostalgia es una de las grandes estrategias empleadas. Nostalgia al mirar hacia la niñez, el único (aunque no para todos) momento en que el potencial del género se muestra en toda su plenitud. Y eso traumatiza a las generaciones. Y ese trauma lo plasman en sus películas para traumar a las siguientes. Y el género se sigue alimentando y avanzando. Precisamente fruto de esta nostalgia comunitaria es El terror llama a su puerta (Night of the creeps), un clásico del cine de terror de 1986. Más que como pieza de terror, Night of the Creeps es un guiño apto solo para los miembros de esta comunidad. Una película que en sí habla de muchas películas. Una autoreferencia constante al género del que es hijo y que no hace más que confirmar el estatus del terror. Desde las situaciones planteadas, el aire fifties que destila en cada uno de sus planos, las referencias a grandes directores del género, o la forma de integrar al espectador en su discurso, Night of the Creeps es una fiesta en toda regla. Una fiesta privada para los seguidores del género, más que una película en sí. Una deliciosa fiesta que estamos deseando que no se acabe nunca. Es uno de esas grandes joyas nacidas al amparo del videoclub, en la que el género se desarrollaba en un ámbito ideal, alejado de la gran pantalla. Y es que este es el territorio de esta comunidad, más cercano al sofá y a las palomitas que a las butacas amplias y salas en pendiente que pueblan los centros comerciales. Night of the Creeps te sumerge en este otro mundo, donde la película traslada su propuesta a otro nivel. Un nivel que es más accesible en un buen sofá, rodeado de buenos amigos y con la nevera llena de cervezas. Es la inversión del género y la supremacía del vídeo. Y eso ni los japoneses lo han podido cambiar. ¡Larga vida a Night of the creeps!


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