lunes, mayo 01, 2006

 

Cobra: en el pellejo de Stallone


En el cine, más que en cualquier otro arte (a excepción del aún poco explorado territorio que ofrecen los videojuegos), el personaje funciona indiscutiblemente como una extensión del yo. Durante la hora y media que dura la proyección, nos sumergimos en un mundo de oscuridad en el que por arte de magia trasladamos nuestra psique a la voluntad del personaje principal. Esta es una de las grandes razones por las cuales la gente necesita cine, por las cuales busca un refugio a la hora de identificarse a sí mismo. A raíz de este juego psicológico, múltiples películas han jugado con esta alteridad del personaje. Películas como Persona (Ingmar Bergman, 1966), Inseparables (David Cronenberg, 1988), Carretera Perdida (David Lynch, 1997) o Donnie Darko (2001), juegan con el propio espectador, realizando una inmersión psicológica en su propia visión del mundo. Pero es un tema extenso y no lo suficientemente bien tratado. El cine se empieza a dirigir al espectador como pieza clave del propio cine, (des)integrándolo en su propio discurso. El cine se dimensiona en tanto acepta al espectador, no sólo reconociéndolo, como en Al final de la escapada (Jen Luc Godard, 1959), sino integrándolo dentro de la propia narración. El cine es cada vez más consciente de que el espectador no es una figura pasiva, ni siquiera alguien al otro lado del espejo, sino un personaje más que interactúa dentro del propio relato. El cine se abre y se expande en la medida que abre espacios al espectador. Pero que ahora se perciba así al espectador no quiere decir que nunca haya sido así. Como hemos comentado, el espectador se convierte en el personaje, de ahí que haga suyas tanto sus limitaciones como sus virtudes. El espectador se mete en el disfraz del personaje, viéndose traumatizado con los títulos de crédito finales. Si la introducción y la expulsión del espectador son correctas, el vuelo habrá sido placentero. Pero hay muchas opciones: viajes terribles, confusión, y lo que es peor: el exorcismo. El exorcista (William Friedkin, 1973) nos sirve para ilustrar a ese espectador que se aferra a la película. Un espectador (como los fans de Star Wars), que se niegan a salir de la magia (hipnosis) que el cine ha ejercido sobre ellos y que sólo mediante un exorcismo podrán ser liberados. Como vemos, la relación con la película es mucho más traumática de lo que pensamos. Porque al dejarnos llevar por una narración visual, engañamos a nuestro cerebro, le dejamos volar por una no-realidad que nos consume aunque no seamos conscientes. El cine emula a la vida, pero la vida pretende emular al cine por puro engaño. El hecho de lo que queremos ser viene revelado en cierta medida por lo que queremos ver. Pero no es engañéis por la sencillez del planteamiento. Ver películas de asesinos no quiere decir que quieras ser un asesino. Eso es la superficie. De la misma manera que ver Cobra (George P. Cosmatos, 1989) no implica únicamente la necesidad de ser un tío musculoso. La identificación sigue senderos inexplorados y complejos. Unos senderos que evitan la sencillez (estoy cansado de la gente que asocia heavy metal, videojuegos y cine de terror con el crimen), y nos piden a gritos estudios más complejos. Volviendo a Cobra, la película en sí es un claro ejemplo de todo lo anterior. La película basa su fuerza única y exclusivamente en el personaje que le da título. Prácticamente no hay trama y todo supone una sucesión de frases ingeniosas y demostraciones de fuerza del bueno de Stallone. Pero pese a su baja calidad fílmica, Cobra ejerce un peso sobre el espectador. Puede que sea su apabullante desprecio por la vida humana o por la sencillez de su mensaje, pero la carcasa está preparada como si de unas gafas de realidad virtual se tratara. Jordi Sánchez la resume como un “disparar a todo lo que se mueve”. Y no anda lejos. Porque Cobra, en el fondo, es el primer shoot’em up adaptado a las pantallas. Es la punta del iceberg de tantos clásicos sobre vengadores callejeros, que no hacen más que aumentar la tensión entre identificación y narración. Una identificación cercana a los videojuegos más sencillos, pero que crean un fuerte conflicto entre lo visto y lo vivido. Simplificarlo a lo visto sería tan erróneo como evaluar lo vivido. Porque, de la misma manera que el cine no es una sucesión de imágenes que los espectadores consumen dócilmente, videojuegos y Cobra no es una acumulación de situaciones vividas. Relacionar la matanza de Columbine con los videojuegos es en sí mismo erróneo, pese a que en el fondo subyace el “disparar a todo lo que se mueva” de Cobra. Si no somos conscientes de que el ser humano es en sí mismo un filtro de experiencias, no podremos liberar nuestros lenguajes (el lenguaje de los videojuegos y el del cine), y mucho menos solucionar un tema, la relación entre violencia y arte, que supone un lastre continuo. Mientras tanto, Cobra nos puede ir abriendo el camino.



Para Cobra, los procedimientos policiales son algo distintos.



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