miércoles, febrero 21, 2007

 

Dark Remains: la ley del abuso

¿Cuál es el equilibrio correcto entre el mostrar y el incitar en una película de terror? La respuesta a esta pregunta puede marcar el éxito o fracaso de cualquier película de género. Es evidente que no existe una respuesta categórica al margen de la propia esencia de la historia. No podemos tratar la visibilidad de la misma forma en La noche de los muertos vivientes que en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), pues el propio valor de la imagen en ambas es radicalmente distinto. Cabe entonces preguntarse por el valor último de la imagen dentro del cine de terror. ¿Qué papel ejerce ante la mirada del espectador? Tengamos en cuenta que incluso a veces (pocas, pero os aseguro que pasa), el espectador se muestra reacio a ser partícipe visual de las imágenes. La imagen debe suponer un reclamo pero a su vez también un peligro para quien las observa. Por tanto, podemos encontrar dos estrategias en función a la lectura contextual de dichas imágenes: las imágenes que aisladas no producen un rechazo inmediato y las que sí lo producen. Dentro de las segundas encontramos innumerables ejemplos dentro del cine gore, como cualquier obra de Lucio Fulci (me viene a la cabeza la hipersangrante Nueva York bajo el terror de los zombis), Aftermath (Nacho Cerdà, 1994) o Nekromantik (Jörg Buttgereit, 1987). En estas aproximaciones, la imagen se puede disociar del mundo narrativo a la hora de (re)producir sus efectos en el espectador. La lógica de dichas películas vendría a seguir muy de cerca unos mecanismos similares a los que emplea el cine pornográfico. De hecho, este tipo de uso de la visibilidad, conduce irremediablemente (de la misma forma que ha pasado con las escenas de sexo real) a dos finales: bien la película que festeja el consumo o bien su adopción en el cine convencional. Cabe significar que este es un camino que transita con anterioridad la imagen sexual, pero que en el cine, el paso de la imagen truculenta ha sido más firme y a partir de un cierto momento, incluso más veloz. La imagen inquietante en los últimos años ha abierto parte del camino a la imagen sexual. Por un lado tendríamos el gore extremo (antes comentado) que acaba en el mismo callejón sin salida que algunas películas pornográfica: se desprende al producto de cualquier traba narrativa y se impone una exhibición del material por capítulos o escenas. Este tipo de estrategia ha encontrado su lugar idóneo en internet, donde el consumo de escenas sueltas, desprovistas de cualquier tipo de significado y contexto, suponen el tipo de lectura más extrema. Por otro lado tenemos la adopción de estos mecanismos visuales por el cine convencional, como puede suceder con las impactantes imágenes del desembarco en Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) o los explícitos encuentros sexuales de 9 songs (Michael Winterbottom, 2004). Por tanto, vemos que la imagen de lectura más probablemente aislada ha sido absorbida por otros formatos, e incluso superada en cuanto hablamos de la imagen extremadamente truculenta (sólo cabe recordar los vídeos de degollamientos de Irak o la reciente ejecución de Saddam Hussein). El cine de terror se encuentra con la necesidad de retomar esa imagen que requiere de la contextualización para explotar sus límites. La imagen ya no es tanto una barrera, un misterio en sí misma. Ya se han desvelado muchos de sus misterios, como hemos comentado. El espectador ya no acude al cine a descubrir esas imágenes que la visibilidad le oculta. Precisamente es lo contrario, el cine se convierte en una huida de esa hipervisibilidad. La imagen vuelve a insinuar y a plantear juegos de (re)lectura, donde el impacto viene por otras vías. El ojo deja de ser el gran dictador del cine de terror, puesto que el ojo ya está educado para superarlo. Por tanto, la imagen ataca otros instintos e inquietudes. Es el momento de los fantasmas. Y en ese contexto aparece una película modesta como es Dark Remains (Brian Avenet-Bradley, 2005) que no pretende más que retomar la narrativa gótica, pero con la clave de lectura visual del fantasma de The Ring (Hideo Nakata, 1998). Se producen entonces dos niveles de profundidad en la imagen, en relación a las capas de realidad con las que juega la narración. De la misma forma que The Ring, Dark Remains plantea la inquietud a través no sólo de la imagen sino también de la situación. El hecho de la aparición en sí debe reforzarse por un momento y un lugar concretos. La imagen por sí sola vale menos, está devaluada. Pero lo que en The Ring era valorable, en Dark Remains es todo lo contrario. El cine de terror actual debe volver al enfoque de la narración alrededor de una hoguera. Está clara la estrategia a seguir, pero difieren en este caso de cómo se lleva a cabo dicha estrategia. El elemento narrativo gana enteros frente al visual, pero, ¿qué pasa cuando no tenemos un valor narrativo fuerte? Precisamente que se nos desimanta la estrategia al tener que forzar la visibilidad. Y este es el caso (y la demostración) de Dark Remains. La constante presencia de la imagen tétrica nos la hace cercana e imposibilita cualquier tipo de valor narrativo. Este nuevo de propuestas deben ser conscientes de la debilidad de la imagen ante el espectador y se verán con la necesidad de atacarlo a través de la narración, o bien, de elementos ligados a la puesta en escena (como la localización, el vestuario, etc.). La imagen se nos debilita poco a poco y no tenemos más remedio que reforzar los ingredientes de la receta. Si no, tendremos un empacho de imágenes y una buena ración de bicarbonato.


jueves, febrero 01, 2007

 

Saw: el terror como espejo


A la hora de establecer unas lecturas que relacionen las películas con la sociedad que las produce, los géneros establecen unas normas de lectura muy sencillas y directas. Cuando rastreamos la historia de un género concreto siempre encontramos películas tótem o fetiche que sirven para hablar de una década, de un contexto, de un tipo de consumo o incluso de una revuelta social. El género parte con la ventaja de sostenerse con una serie de mecanismos que pueden ser aislados y analizados en función al uso que de ellos se realizan. Y, cómo no, el género del terror también ha servido para realizar este tipo de análisis. Siempre existe el planteamiento sobre cuándo le apetece a una sociedad reírse, llorar o pasar miedo. Pero la esencia del terror viene marcada por cómo pasar miedo. La figura que de forma clásica se ha venido utilizando para remarcar este enfoque es la del otro, personificado en multitud de formas. Tenemos desde las invasiones de hormigas gigantes, argumento propio de los años cincuenta, en Them! (Gordon Douglas, 1954), la visión poliforme y consumista de los zombis de Romero en Dawn of the dead (George A. Romero, 1978) o la cruenta y desesperanzada visión de los setenta de La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). Estas películas, consideradas fetiches del género, han ido articulando las distintas formas de representar los miedos de las sociedades según su contexto. Nosotros hemos dejado atrás la mirada agridulce que suponía Scream (Wes Craven, 1996) y nos hemos adentrado en unos caminos más oscuros y serpenteantes. Hemos alcanzado la fase de Saw (James Wan, 2004). Concebida como una adaptación al cine de terror de la excepcional Se7en (David Fincher, 1995), la película traslada al género explícito una serie de valores que rodean el cine de nuestra actualidad. El otro, el villano, ha dejado de ser el Jason de Viernes 13 (Sean S. Cunningham, 1980) o el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984), un monstruo que no para de perseguirnos hasta conseguir su objetivo que no es más que matarnos. El nuevo asesino ha dejado de perseguirnos. De hecho, este nuevo asesino, no mata de forma directa. No le vemos cometer un crimen más allá de lo que supone su trampa mortal. El miedo esencial ya no radica tanto en el dolor físico, como anteriormente, sino en que somos nosotros los que debemos acreditar ese dolor como propio. El sujeto no tiene una relación directa, en forma de agresión física, con la fuente de este dolor. En Saw, vemos a personas tomar decisiones, decisiones que implican la aceptación del suicidio (como tristemente ocurrió en las Torres Gemelas). La venganza deja de ser viable en esta película, desde el momento en que estos nuevos criminales no sólo aceptan la muerte, sino que para él es algo esperado, e incluso dignificante. El nuevo asesino no evita su muerte, la busca. Las herramientas de las que dispone entonces el personaje son únicamente las intelectuales. El terreno de juego ha dejado de ser el machete, para pasar al mecanismo que mueve ese machete. El machete no se acciona, si conseguimos ser más listos que quien ha planificado ese movimiento. Esta lectura nos lleva a una visión ya dulcificada de Viernes 13, puesto que estos mecanismos son terriblemente simples. La maquinaria de Jason sería como un reproductor MP3 de 64mb, un artefacto prácticamente inútil. Vivimos rodeados de misterios tecnológicos que debemos desentrañar. El mundo ya ha dejado atrás completamente lo analógico y hemos entrado (con todas las de la ley) en lo digital. Hemos pasado de una sociedad de lo visible a una sociedad de lo invisible y lo oculto. Nos sentimos parte de un mecanismo que funciona a nuestras espaldas (o peor, ante nuestros inhabilitados ojos), y eso se refleja en nuestros miedos. Como comentábamos al principio, la visión del otro siempre ha funcionado como un motor de lecturas sociales en el cine de terror. La visión del otro implica indirectamente una visión de nosotros mismos, de nuestra reacción como sociedad ante estos peligros. Pero vivimos en la sociedad del miedo infiltrado, en la que no podemos (o es políticamente incorrecto) señalarlos con el dedo. En la sociedad que camina hacia la plenitud digital (a la que aún no hemos llegado), el otro no es más ni menos que nosotros mismos. La mirada ha pasado del cine/señal al cine/espejo. Películas como El maquinista (Brad Anderson, 2004), Carretera perdida (David Lynch, 1997), Alta tensión (Alexandre Aja, 2003) o Funny Games (Michael Haneke, 1997) ya anticipan de alguna manera este movimiento absorbido plenamente por el género. El asesino que nos persigue con un machete ya no es real, como sucede en Alta tensión. Tras correr exhaustos varios kilómetros, miramos atrás y ya no hay nadie. Jason, Freddy o Cara de Cuero, han desaparecido. Ahora son de los nuestros. Como sucede con la mirada simpática que llega a producir el asesino de menores Theodore Bagwell en Prison Break. Ellos ya son de los nuestros. Miramos atrás y sólo vemos una pantalla de televisión con una extraña careta mirándonos. Sus palabras retumban en nuestra cabeza. La careta es nuestra caricatura como espectadores y la pantalla se convierte en un espejo.


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