Las colinas tienen ojos (2006): Aja y un bote de pegamento
El concepto del remake ha venido asociado en los últimos años al de explotación comercial. De eso el bueno de John Carpenter es tristemente conocedor tras las recientes adaptaciones de clásicos como La niebla (1980) o Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976). Se trata de operaciones comerciales más vinculadas al entorno que mueven y a su capacidad de generar revivals que agilicen el sistema productivo de los próximos cinco años. De esta forma, presionando la tecla adecuada se genera un movimiento dentro de la industria, generalmente carente de ideas refrescantes. Con mayor o menor acierto, considero que el remake de La matanza de Texas (Marcus Nispel, 2003) supone un auténtico acierto en este sentido. En esencia presenciamos la recuperación de una estética aplicada especialmente al cine de terror. Otras películas como Malevolence (Stevan Mena, 2004) o Wrong turn (Rob Schmidt, 2003) ejemplifican la vuelta del profundo sur a las pantallas. La ética de la bala frente a la estética de lo grotesco. En general lo que encontramos es una reacción a un gobierno americano que ha potenciado estos valores, ligados a estas películas que ahora se recuperan. De esta manera, George Bush vendría a ser el Leatherface de nuestros tiempos. Y el resto del mundo se ve influido directamente por dichas tendencias de recuperación estética. Pero aun así, estábamos faltos de la auténtica vuelta de tuerca de lo que supone un remake en toda regla. Este es el momento idóneo para que aparezca Alexandre Aja y su reinterpretación de Las colinas tienen ojos. Porque esa debería ser la esencia de todo remake: reubicar todos los componentes que lo formaron en un nuevo entorno, pese a que dicho entorno sea el mismo que treinta años antes. Y aquí es donde me rindo ante la maestría absoluta de Alexandre Aja y de su guionista habitual, Grégory Levasseur. Ambos nos trasladan a una ubicación idéntica a la de la película original, pero en la que la distribución de papeles se ha alterado. Pasamos de un grupo de pseudos-hippies asesinos que parecen tener un buen viaje de ácidos a un grupo de deformes víctimas de las pruebas nucleares realizadas en Nuevo Méjico allá por los sesenta. Pasamos de un radical oposición al distinto, a un acercamiento empático o por lo menos una aproximación a las motivaciones del otro. Porque en el fondo somos nosotros los que los hemos creado. Se trata de un mensaje similar al de la poco valorada C.H.U.D. (Douglas Cheek, 1984), donde somos víctimas de nuestros propios residuos. Pero Aja no se conforma con esta revisión de la cultura americana del arma de fuego (a la que reprueba de forma rápida y certera gracias a variopintas armas alternativas, especialmente un dañino destornillador), sino que ofrece un espejo no tan distorsionado de lo que en un primer momento podría parecer. Donde en la versión original la diferencia entre “ellos” y “nosotros” era radicalmente clara, en esta versión se solapan, convirtiendo en una bestia asesina al más pacífico de los americanos. El salvajismo respondido por el propio salvajismo. Y es evidente que de esta carnaza nadie puede quedar a salvo (o limpio, como nuestro pobre protagonista). Aja replantea el juego del rescate de la hija no como una aventura que forma parte de un plan ya tramado, sino como un auténtico descenso a los infiernos durante el cual Doug sacrificará su propia cordura y creencia en los valores democráticos. El fuego se combate con fuego. Y ese es peligro del que nos alerta Aja en este genial remake: la espiral de violencia se inicia por motivos salvajes y crueles que nos arrastran a esa misma locura. Ya no importan los motivos y razones del agresor, sino el volumen del ultraje recibido. Y dentro de esta barbarie únicamente salva a una pequeña niña, casualmente vestida como Caperucita Roja (¿quién es realmente el lobo?). Una pequeña niña con alteraciones genéticas en su rostro que se olvida de sus motivaciones a la hora de buscar venganza y pone por delante el futuro esperanzador, reflejado en la hija de Doug. En el fondo, Aja plantea que son las generaciones futuras las responsables de dejar atrás los pecados de sus antepasados, pese a que eso implique un sacrificio por su parte (al fin y al cabo los pobres mineros fueron puteados en un alto grado). En esencia, una auténtica referencia en cuanto a lo que un remake se entiende. A todo esto acompaña el indudable talento de Aja a la hora de generar ambientes opresivos, a retorcer a los personajes hasta límites insospechados. Porque Aja sabe que la capacidad de crear personajes es proporcional a la capacidad de acercarlos a los espectadores, y que una vez que los tenemos a nuestro lado, nos convierte en espectadores más vulnerables. Gracias a un guión completamente respetuoso con el original, pero amante absoluto de los detalles que regeneran a los personajes, Aja nos tortura directamente frente a nuestros ojos. De la misma forma que Doug acaba el espectador: magullado, sangrante y con una abierta duda en su espíritu. Porque hacía muchos años que no veía una película de terror no ya que fuera efectista (Aja también cae en innumerables golpes de efecto, díganse sustos de alto volumen), sino que sacudiese las conciencias de los espectadores. Que te agarrases a la butaca como si estuviera impregnada de pegamento y que recibiese golpes continuamente. Porque en el fondo Aja es un torturador y la butaca del cine es el lugar perfecto para realizar esas torturas que tanto le gustan. Al fin y al cabo, hasta pagamos por ello.
Hace pocos días descubrí en una de las estanterías de la FNAC la reedición en DVD de la que para mí es una de las mejores aportaciones televisivas al género de terror: El misterio de Salem’s Lot. Pese al misterioso título en castellano, la edición incluye todos los minutos de la serie que tantos malos ratos nos hizo pasar en TVE allá por los principios de los ochenta. De hecho, hasta el momento únicamente se había editado en VHS la edición charcutera de unos 112 minutos y que sí se estrenó en España como película independiente bajo el misterioso título de Phantasma 2. Y digo misterioso por no decir directamente insultante. Lo realmente misterioso es que hayan editado la mini serie bajo el título del remix peliculero. Es obvio que no tienen nada que ver la adaptación del libro de Stephen King con los delirios del bueno de Coscarelli, pero a ojos del distribuidor todo eso eran obstáculos para llegar al dinero. Phantasma obtuvo un considerable éxito en España, con lo que el distribuidor supuso que la vía del engaño era la más rápida para obtener suculentos beneficios. Al fin y al cabo, ¿qué es el cine sino engaño? Los buenos espectadores que acudían inconscientes a ver pequeñas bolas metálicas volantes, debían “conformarse” con los afilados colmillos de un vampiro de mirada lechosa. Pero como bien sabrán los lectores de este blog, esta práctica es realmente habitual dentro del cine de terror. Casos flagrantes como los de The terror eyes, convertido en Psicosis 2; o el de Martin que pasó a ser El regreso de los vampiros vivientes (para desgracia del bueno de Romero); y fuera de España (concretamente en Italia), una película del calibre de The Texas Chainsaw Massacre pasó a ser Non aprite quella porta (que sirve más como consejo que como título). Acepto encantado otros títulos que fueran en esta absurda dirección, lo cual puede además ser interesante. El título, conjugado con inexactas carátulas se convertían en la auténtica promesa de algo más y no tanto la película en sí. El tipo de consumo ligado al videoclub daba pie a este tipo de prácticas claramente fraudulentas y que hoy en día serían bastante más difíciles de ver, en un mundo dominado por los sellos de las franquicias. Es un consumo vinculado al retorno al universo objeto de adoración, pero a través de estafas. La existencia de estas traducciones no nos plantea únicamente cuestiones relacionadas con la existencia de la secuela en sí, sino de la actitud del espectador frente a esa secuela. El hecho de que en la carátula de mi bien preciada El misterio de Salem’s Lot ponga claramente Phantasma II es un vestigio, una prueba irrefutable de lo que el vídeo supuso como identidad del espectador. Porque el espectador se empieza a definir como el propio capitalismo le obliga, en función a lo que ve. Y de esta forma, el videoclub lo podemos considerar como un forjador de identidades. Y el engaño forma parte indiscutible de esta forja de identidades. No digo que fuera una práctica lícita, sino consecuencia del tipo de consumo que en el videoclub se realizaba. La carátula, el título y las fotos que lo acompañaban no solo formaban una incitación al alquiler, sino una forja de formas de ser respecto a lo alquilado. De la misma forma puede suceder actualmente con Internet y su aparentemente ilimitada oferta, que crea una serie de identidades más complejas y que están por analizar, pero que en el fondo mantienen la esencia del moho del videoclub. Aunque no sea de forma oficial, en Internet sigue habiendo muchos Phantasma II, el acto no ha desaparecido sino que se ha desplazado. E increíblemente crean una cultura simbiótica en nuestro subconsciente que de forma aberrante mezcla Martin con un grupo de muertos vivientes.
También quería aprovechar este artículo para subsanar el fallo cometido al no añadir esta mini serie en la lista de mis cinco series favoritas. El talento de Stephen King es bastante discutible (no así su constancia), de la misma forma que la del propio Tobe Hooper (lo siento por sus admiradores), pero no así la calidad de El misterio de Salem’s Lot. Se trata sin ningún tipo de dudas de una adaptación magistral no tanto de una novela (que lo es), sino de todo un universo en el que habitar. Y en eso el formato tiene mucho que ver. Porque como hablé en otro artículo (el de Viernes 13), muchas sagas tienen más pretensiones de series que de películas propiamente dichas. La serie tiene una cantidad de ventajas realmente importantes a la hora de generar ese universo que todavía no han sido explotadas. La serie implica una mayor complicidad y empatía pero perdiendo intensidad y aura situacional. Pero casos como El misterio de Salem’s Lot nos demuestran que aún hay mucho que explotar y teniendo en cuenta el contexto en que habitamos y la urgente necesidad de nuevos caminos para el género, se trataría de un rumbo realmente sugerente. Puede que este camino esté vinculado a Internet o puede que sea la televisión la que se adelante, pero lo que está claro es que es el momento de mirar atrás y guiarnos por múltiples faros. Y El misterio de Salem’s Lot es uno de los que más brillan.
El concepto de cine de autor, derivado esencialmente de los trabajos de los directores franceses de la nouvelle vague, guste o no, ha calado profundamente en el mundo del cine. Como siempre, encontraremos seguidores y detractores de un concepto que vinculaba la creación cinematográfica esencialmente a un nombre, el cual se responsabilizaba globalmente de la obra. De esta manera, el nombre del director renueva radicalmente su caché, cobrando una importancia que en ciertos momentos podemos considerar como desmedida. Pero no estamos aquí para hacer un debate sobre el tema, sino para hablar de un director, que pese no hacer gala de un lenguaje cinematográfico exquisito, sin lugar a dudas lo podemos considerar como uno de los grandes autores del cine de serie zeta. Hablamos de Lucio Fulci. Conocido en el mundo del cine de terror como uno de los grandes impulsores del cine gore, Fulci cobra el valor del reciclaje, no cultural, sino de su capacidad de darle a la mierda un nuevo significado. Sus películas las podemos considerar como collages de restos, pequeñas coreografías de lo infecto y lo enfermizo, de lo delirante y lo cutre, pero que de forma magistral conducen al espectador irremediablemente por el camino de la elegía. En un contexto donde lo fantástico (el más allá) se apodera de la normalidad, Fulci elabora relatos incómodos y claramente tristes. Tras esa fachada que podría definir a Fulci como un mero charcutero del celuloide se esconde un mundo gris y abatido. Un mundo que refleja sin lugar a dudas las inquietudes de Fulci. Existe una gran bibliografía alrededor del director italiano, lo cual, más allá de la idea del fanatismo freak, nos lleva a pensar en un mensaje (o varios) detrás del celuloide. Nos habla de un director que es capaz de dejar un mensaje hasta en las películas más inverosímiles. Sin discusión, El más allá (1981) es uno de los ejemplos más emblemáticos. Con las siempre claras reminiscencias lovecraftianas, Fulci teje un relato alrededor del bien y del mal, de la luz y de la oscuridad en el que el impacto visual precede a cualquier estructura narrativa. Fulci se convierte en un pintor oscuro, que revela su realidad mediante lo grotesco. Una clara influencia serían las pinturas negras de Goya. Como decíamos, Fulci no es un mero charcutero (que en parte lo es), sino que como buen arquitecto, domina el lenguaje artístico desde sus bases. Podríamos definirlo como un peón de obra jugando a ser arquitecto. Como lo definíamos antes (por negación) es un charcutero autor. Muchos son los que han intentado seguir este camino (el más barato de todos), entre los que podemos contar al denostado Jörg Buttgereit. Y es que, el cine de Fulci parte de la carne, pero para trascenderla. Quedarse en este estadio es el error de muchos de los directores charcuteros que se han considerado artistas (o lo han pretendido).
Porque al fin y al cabo, Fulci bucea en los miedos humanos, ofreciendo no sólo esas composiciones grotescas de las que hablábamos, sino sacudiendo directamente al espectador con ellas. La escena de la bañera la considero una de las más impactantes de la historia del cine, no solo por su contexto narrativo, sino por el realismo e impacto con el que está tratada. La imagen no nos remite a una fantasía (como el tema puede propiciar), sino remite a todo lo sucio y oscuro que hay en nosotros mismos. Cuando alguien se enfrenta a Fulci, o bien ríe nerviosamente o se calla. Porque en el fondo, Fulci es consciente de que quien ve este tipo de cine está más desnudo y desprotegido que nadie y en lugar de proteger al espectador, le pega una patada en la boca. Fulci era un amante del fantástico (Lovecraft) y de los zombies. Pero en lugar de alejarlos, era consciente de que eran mundos muchos más cercanos de lo que pensamos. Como en El más allá, enfrenta a sus urbanitas personajes a un mundo donde las claves de comprensión han cambiado. La comprensión de las personas sobre su propio mundo pasa por un tipo de lectura más delirante y extrema. El mundo de El más allá es un mundo donde los muertos esperan en avanzado estado de putrefacción sumergidos en una bañera y donde las arañas devoran la cara de un (algo patoso) individuo. La lectura de lo psicotrónico que hay en El más allá no nos lleva tanto al delirio gore de un veterano director, sino que nos acerca más a la incomprensión del hombre posmoderno de sus porpias claves de lectura, especialmente de sus propios miedos. Que nos tememos a nosotros mismos es algo que demuestran películas como El maquinista (Brad Anderson, 2004) o incluso El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999), pero Fulci utiliza además elementos del terror gótico (que podemos considerar el terror de toda la vida) deconstruyéndolos. Es, en definitiva, la consumación de la nouvelle vague del cine de terror: la autoría en el género. Porque Fulci, al igual que Sergio Leone, destroza el clasicismo en el terror y sin separarlo del elemento fantástico, en El más allá nos propone una lectura donde el hombre se ve atrapado por su propia oscuridad. Al igual que la chica ciega, el espectador actúa ciegamente como puente entre dos mundos: ficción y realidad; clasicismo y ruptura. Ese es el pesimista trazado que nos marca Fulci al abandonar a sus dos protagonistas en un lugar árido y desconocido repleto de cadáveres. Una pintura clásica que simboliza el rumbo perdido del cine de terror y las víctimas que ha dejado por el camino (Drácula, Frankenstein…). Un mundo que exige de los directores nuevos caminos y de los espectadores nuevas expectativas.